ALDO ROSALES VELÁZQUEZ
Un hombre (cansado) viaja por carretera. Se parece a los dibujos animados de los domingos, donde un par de niños hacen andar un burro poniéndole a la vista una zanahoria sostenida con una caña de pescar; nunca la alcanzará, nunca dejará de andar hasta obtenerla; para este hombre, el horizonte es la zanahoria. El sueño lo hace cabecear un segundo, lo suficiente para perder el control del auto y volcar. No muere, ni siquiera tiene heridas significativas. Sale del auto y, antes siquiera de revisarse, mira la honda cortada que dejó el rin de una de las llantas en el pavimento: diez metros de una herida sin sangre; tendrá que pagar el pavimento, lo sabe. Y no bastará con coser la herida con un poco de cemento y agua, habrá que reencarpetar todo ese tramo, tal vez más. Piensa en los adoquines que van de la entrada de su estacionamiento a la puerta de la casa, con esos basta cambiar sólo los rotos, sólo los inservibles.
Un todo, a veces, no es sólo la suma de sus partes. Un todo, a veces, no es lo más conveniente. Si la carretera por donde el hombre viajaba hubiera estado hecha de adoquines, no sería necesario un reencarpetado tan costoso, tan en apariencia inútil; bastaría, como él pensó, con sólo cambiar los rotos, lo cual resultaría más económico y más rápido. Pero las carreteras, como muchas otras cosas hoy en día, están hechas de una sola pieza, o un par de piezas enormes, y cuando una de ellas se avería es necesario cambiar un gran tramo, aunque el daño sea menor que eso.
Pensemos en la naturaleza, por ejemplo, que tan pocas veces parece equivocarse; pensemos en el cuerpo humano: el cráneo es la parte que protege el cerebro de posibles traumatismos. No es, como mucho tiempo se creyó, una sola pieza, dura y rígida, sino una yuxtaposición de fragmentos que tienen movimiento y cierta plasticidad mecánica, lo que permite amortiguar los golpes y proteger a cabalidad el cerebro. Lo que se mueve, lo que es flexible, pocas veces se rompe. Y lo que está hecho de numerosas piezas permite reparaciones más veloces. Las bardas, por ejemplo. No deben ser muy largas. Si se deseara cercar con ladrillos un terreno enorme no sería recomendable una barda del largo del terreno, más bien una serie de pequeños muros independientes, separados —y reforzados— por columnas de concreto entre ellos. Al igual que con las calles, si se formara una barda extensísima, cualquier daño sería mayor, y tendría que reemplazarse toda la barda, no sólo uno de los muros que la componen.
Pero, al parecer, con lo humano —lo intangible, lo inefable— actuamos, a veces, a la inversa. Como el dicho “ser un hombre de una sola pieza”. ¿Qué significa, o, mejor dicho, cómo lo hemos significado? Lo relacionamos con madurez, aplomo, valentía; integridad. Se pretende que seamos hombres de una sola pieza, fuerte, sí, aunque vulnerable, propensa al fallo, donde si es afectada una parte también lo serán las demás. Son los hombres de una pieza, creo, los que se desmoronan si un golpe fuerte los cimbra; hombres de una pieza los que ya, por considerarse completos —unidad finiquitada— no permiten crecimiento. Somos tantos de este tipo que parecemos una sola cosa, ya no individuos: unidad.
Observémoslo desde el enfoque pedagógico; para que haya un crecimiento en lo cognitivo debe haber primero una fractura, una crisis de aprendizaje. Se debe dudar, se debe permitir el quiebre para que haya avance, incorporación de lo nuevo. Una vez más, en analogía con lo fisiológico, recordemos que son los huesos que sufren una fractura los que, una vez regenerados, suelen ser más fuertes que el resto.
Hagamos un ejercicio de imaginación: un cuerpo humano, casi tal como lo conocemos, donde fuera un solo órgano, uno solo, el que regulara todas las funciones. Si éste fallara todo se vendría abajo. (Bien cierto es que el cerebro coordina a los demás órganos, pero no es éste el que realiza todas las funciones.)
Ejemplos de la conveniencia de no ser de una sola pieza hay por centenares: las armaduras de los samuráis resultaban fuertes y ligeras, por ello más convenientes para el combate, por ser un conjunto de placas, no sólo una pieza. Lo que es de una sola pieza, parece, no siempre es lo más conveniente. Las tuberías, por ejemplo. Cuando un tramo falla, se cierra la llave de paso, se repara —o reemplaza— la parte dañada y se continúa con las funciones normales. (Los espejos, una vez rotos, no vuelven a funcionar, y son de una sola pieza, bella, perfecta en su pulcritud.)
Si las calles estuvieran hechas de adoquines, en vez de grandes piezas de asfalto, repararlas no tomaría, quizás, tanto tiempo, y no hallaríamos esos enormes cementerios de trozos de asfalto a orillas de las ciudades, donde también a veces vemos los postes de luz que ya nunca sostendrán una farola.
Igual con los hombres. Quizá si hubiera menos hombres de una pieza, y más hombres hechos de pequeñas ideas superpuestas, de pequeños sentimientos interconectados aunque nunca iguales —nunca un odio total que consuma todo, hasta aquello que nada tiene que ver con lo que lo originó; nunca un amor tan grande que no pueda curarse su inevitable ausencia— no hallaríamos tantos de ellos rotos en los parques, fracturados para siempre bajo la lluvia en las ciudades, con esa fractura de los espejos, que proyectan mil imágenes. Yo no sé.
Sólo sé que pocas cosas son dichas sobre las calles; mucho, en cambio, se habla de los que caminan por ahí a diario. Y a veces parecen ser lo mismo. ¿Y el hombre que volcó en la carretera? No lo sé tampoco, es sólo un adoquín en el largo camino de la imaginación, poco importa si se ha roto. Él es él, y también, un poco, la calle. Implícitamente.
(Y como también la muerte está implícita en cada acto, mi más sentido pésame por el sol de la mañana.)