EDUARDO OMAR HONEY ESCANDÓN
Desesperada, Edelvier corre: no desea que la bolsa de cosméticos la alcance. Contiene la moda del año pasado, suficiente para manchar su reputación y ser exiliada de bastantes círculos.
Aprieta el paso, maldice un poco los tacones que calza (si, recién adquiridos en Milán, par número quince firmado por el diseñador) pero saca distancia. Basta con que esquive a los compradores enmascarados que llegan a las ofertas de fin de temporada, cruce la puerta y que Julián esté afuera con el auto.
Escucha un escándalo atrás pero no se detiene. Confía en que la bolsa de viejos cosméticos haya chocado con alguna cliente despistada, con suerte decidirá cambiar de presa.
Edelvier está en buena condición física. Acude todas las mañanas al gym donde dedica dos o tres horas a tomar clases de spinning, yoga, fitness y aparatos con los mejores instructores. Suda a montones reponiéndose con litros de agua Evian que toma cada día. Sin dejar de correr, le asalta una duda sobre si debería sudar menos ya que sólo consume sal rosa del Himalaya.
Evita a una anciana con maquillaje tránsfuga de los años setenta del siglo pasado, la nube tóxica de Chanel 5 de una millennial y alcanza la puerta que, por fortuna, está abierta. En el exterior, a unos pasos, el chofer está atento a su salida. En cuando la ve sabe que de nuevo está siendo perseguida. Edelvier le grita con desesperación:
—¡Abre la puerta, Julián! ¡Abre la puerta!
Tras dudar un instante, el chofer sigue la instrucción con la puerta trasera por donde ella arroja todo lo que carga y se sube a las prisas diciéndole:
—¡Yo cierro! Súbete y vámonos. ¡Date prisa!
Lo imperativo de la voz impulsa a Julián a correr por detrás del vehículo mientras suena un portazo, abre la puerta del conductor y está por arrancar el motor cuando resuena un grito desesperado dentro del auto:
—¡Ya viene! ¡Vámonos, Julián! ¡Vámonos!
Julián activa el motor con su huella digital mientras cierra la puerta, y, sin esperar a que caliente el motor, avanza. Hace sonar el claxon para que los peatones se quiten aunque maldigan, acelera y, en la primera oportunidad, toma hacia la avenida de alta velocidad.
Entonces mira por el retrovisor. Edelvier está recostada como reina en medio de su nido de compras: cabeza echada para atrás, ojos cerrados y recuperando el aliento.
Cuando llegan a casa, estaciona el auto cerca de la entrada principal. Abre la puerta de pasajeros y espera que ella salga. No sucede. Julián se asoma y descubre que está dormida. Con suavidad la mueve:
—¡Señorita! —le dice muy formal—. Ya llegamos. ¿Señorita? ¿Se encuentra bien?
Edelvier tarda en reaccionar. Finalmente despierta lo suficiente para bajar del auto no sin antes ordenarle al chofer que baje las cosas que compró. Entra a la casa, pasa el recibidor, baja unos escalones y se echa en un enorme sillón de la inmensa sala para seguir durmiendo.
Despierta horas después. Se da cuenta que es de noche. Tiene hambre y sed así que se pone de pie y camina una treintena de metros para entrar en la cocina. Le dejaron la cena preparada: sólo tiene que activar el horno automático para que se caliente al punto justo.
Edelvier presiona el botón correspondiente, va a la cava y saca una botella que abrió apenas ayer. Escancia la mitad en una copa y bebe dos largos tragos. El horno indica que está lista la comida así que la saca y se la lleva a la mesa para dieciséis invitados. Se sienta en el lugar que ha sido el suyo siempre, frente al jardín trasero de la mansión. Deposita el plato sobre el mantel ya dispuesto y toma los cubiertos.
Se queda quieta y mira largamente el asiento a un lado donde debería estar su marido. Ecos de repetidas cenas a solas y con invitados se asoman. Ella siempre era el centro de atención, él la presencia y su apoyo hasta… Edelvier agita la cabeza y desea, aún con ese enojo y dolor que carga, que le vaya bien esté donde esté.
Regresa su atención al plato, parte el corte de wagyu donde la cocinera ha puesto su fe que, al cenarla, puede que la reanime. Entonces Edulvier se da cuenta que no prendió las luces del jardín. En el ventanal de pared a pared está el reflejo del enorme comedor con ella al centro: despeinada, muy pálida, ojerosa y sin brillo en su persona. Se prepara para dar el comando de voz que encenderá las luces cuando se fija que hay algo moviéndose al fondo del jardín. Es del tamaño de un perro mediano sentado que oscila lentamente lado a lado. No lo había percibido antes ya que el reflejo de ella, con ese exclusivo vestido blanco de diseñador, había ocultado aquello que se mueve.
Entorna los ojos mientras piensa si alguna mascota de las mansiones colindantes habrá encontrado el modo de brincarse los muros de cinco metros o si será un reflejo falso del interior. Trata de comprobar lo segundo y recorre con la vista el recibidor, las amplias escaleras al segundo piso, la grandiosa sala… Está a solas, en medio de esa maravillosa decoración e iluminación. Todo está en su lugar, proporcionado, equilibrado, armonioso tal como le gusta y ordena que esté. Ningún objeto blanco se mueve o se agita en el interior.
Devuelve la vista al ventanal y, de golpe, con el tono y ritmo que tan bien conoce, dice:
—¡Mitzi! —da pausa para que la computadora que maneja la casa reconozca la instrucción siguiente–. ¡Enciende las luces del jardín!
Afuera se encienden miríadas de pequeños focos que hacen juego con la iluminación del interior. Si dentro era un palacio del siglo XXI, afuera es la reconstrucción contemporánea del paraíso terrenal en la tierra.
Cual Eva ante el árbol de la sabiduría, Edulvier se queda congelada cuando por fin reconoce el objeto blanco que se balanceaba… no, se corrige, serpenteaba en el jardín. ¡Es la bolsa de viejos cosméticos! En el silencio de la mansión escucha cómo, en cada movimiento, el contenido se agita y cascabelea en su interior.
Edelvier no resiste, se pone de pie empujando su silla que cae. Deja atrás la mesa y el plato en el mismo lugar donde la cocinera lo encontrará por la mañana. Así ha sido desde que el señor partió.
Corre a las escaleras, las sube presa del pánico, pasa al lado de varias puertas y llega a la recámara principal. Sin pensarlo, cierra la puerta detrás suyo y se lanza en la inmensa cama para enterrarse debajo del recién estrenado juego de sábanas y edredón. Se cubre totalmente e invoca sus memorias, les pide que le recuerden cómo rezar. Finalmente llega uno y, tras decenas de repeticiones, se queda dormida con medio Ave María en sus labios.
Es mediodía cuando Julián entra a la habitación. En el pasillo están dos recamareras, la cocinera y el jardinero conversando en voz baja. Él se aproxima al borde más cercano a la cordillera de sábanas, cobijas y edredón que resguardan a la reina que sueña con sus imperios idos y momentos de gloria. Se sienta en el colchón y se mueve lentamente por el páramo de telas para alcanzarla. Con suavidad, se diría que con cariño, Julián toca un promontorio y susurra:
—Señorita, ¿cómo se encuentra? ¿Señorita? —repite mientras mueve la tersa colina queriendo despertar a la niña y no al dragón—, ya es hora de levantarse. Recuerde que tiene cita con los abogados.
Tras cierto rato y elevar el volumen de la voz, Julián logra despertarla. Edelvier se estira, bosteza y se descubre el rostro.
—¿Ya regresó? —pregunta con la voz y la mirada llena de esperanza.
—Aún no señora, todavía no regresa —contesta como ha sido por semanas—. Es necesario que se levante para que la lleve con los abogados.
Julián baja de la cama y le hace señas a las recamareras para que entren y ayuden a la señora. Sólo la cocinera y él quedan tras semanas de renuncias por la extraña actitud de la señora. Confía en que las nuevas chicas podrán atenderla hoy, en lo que se cierra la situación legal de esa pareja, famosa en su momento.
Una hora después Edelvier está sentada ante su tocador mientras la peina una persona cuyo nombre desconoce. La otra chica, también sin nombre, fue al vestidor para buscar entre decenas de bolsas de ropa adquiridas desde aquel instante, lo que hoy llevará a la firma de documentos.
Frente a ella, tranquila e inocente, está la bolsa de cosméticos viejos, el último regalo de su marido cuya partida fue presagiada en labiales, bases y sombras de otra era pero que, tal como decía esa nota en el interior, “… aún te servirán para maquillar, falsamente, las arrugas y las canas de lo que ni fuimos ni seremos más…”
Eduardo Omar Honey Escandón (México, 1969) es ingeniero en Sistemas. Participa desde los noventa en talleres literarios. Publica en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Ha ganado y obtenido reconocimientos en concursos literarios. Ha sido seleccionado para participar en diversas antologías. Imparte talleres de escritura para la Tertulia de Ciencia Ficción de la CDMX. Pertenece a la generación 2020-2021 de Soconusco Emergente. Prepara su primera novela. Su página personal es: https://www.facebook.com/eohoneyewriter. Twitter, Instagram: @eohoneye