E. J. VALDÉS
El padre José colgó el teléfono y suspiró. Estaba metido en un lío: Pepe, el encargado de abastecer a la parroquia, no podía regresar del pueblo por la crecida del río y apenas quedaban una veintena de hostias para dar la comunión en la primera misa. ¿Cómo se las arreglaría el resto del domingo? ¿Cómo le explicaría a los feligreses que no podría impartir el sacramento? Se le ocurrió que podía sustituir la hostia por trozos de pan, como hiciera Cristo, pero aquella mañana la fortuna no estaba de su lado: en la despensa sólo habían dos bolillos duros.
“Auxíliame, Señor”, pensó mientras contemplaba el crucifijo de la cocina.
Pero el Cielo prestó oídos sordos a su llamado. Mientras buscaba solución a su predicamento, el hermano Simón hizo repicar las campanas; un recordatorio de que casi era hora de la primer ceremonia y más le valía alistarse. Cuando se vestía lo embargó el desasosiego y no pudo evitar preguntarle a Dios, cual Jesús crucificado, por qué lo había abandonado.
La misa, como era habitual a esa hora, no fue muy concurrida, de modo que se las arregló sin problema al momento de la comunión. La segunda ceremonia del día, sin embargo, solía reunir a más personas y solamente le sobraban cuatro hostias; si lograba desmoronar los bolillos cuando mucho podría hacer partícipes de la cena del Señor a una docena de feligreses.
“Quiera Dios que no venga tanta gente”, pensó, y de inmediato se arrodilló a rezar un Padre Nuestro por albergar semejante idea.
Ya se había resignado a explicar previo a la ceremonia que, dada la incomunicación con el pueblo, aquella mañana la comunión sólo sería simbólica, cuando uno de los monaguillos, al verlo tan preocupado, se acercó y tiró de su sotana.
—¿Sucede algo, padre?
El sacerdote apretó los labios, triste, antes de explicarle:
—Ay, Tomasito…
El niño escuchó la problemática atento y, luego de un instante de silencio, tiró de la sotana una vez más.
—Padre, sé cómo podemos solucionarlo.
—¿Cómo dices?
—Que ya sé cómo vamos a dar la comunión.
—Pero…
—¡No hay tiempo para explicaciones, padre! ¡La misa ya casi empieza! Ande, deme cien pesos y yo me encargo.
—¿Cien pesos? ¿Para qué?
—¡Rápido, padre! —insistió el niño—. Confíe en mí. Por la Virgencita que no lo voy a defraudar.
El sacerdote, confundido, miró al Cristo a sus espaldas y, tras meditarlo un poco, se sacó un billete del bolsillo. El niño lo cogió y de inmediato echó a correr fuera de la parroquia.
—¿A dónde irá Tomasito? —se preguntó el padre José en un susurro.
Unos diez minutos después, cuando la gente de la comunidad ya llenaba las butacas, el pequeño apareció de nuevo. En sus brazos cargaba un par de bolsas blancas.
—¡Ya regresé, padre! Me tardé porque don Felipe apenas abría.
—¿Don Felipe? ¿El de la tienda de dulces?
—¿Pues cuál otro, padre?
—¿Pero qué compraste?
El sacerdote asomó a los envoltorios y arqueó las grises cejas; habría imaginado que allí dentro había cualquier cosa excepto… excepto eso. De nuevo miró al Cristo del altar como quien mira a un superior en busca de autorización.
“Señor, espero que cuando me presente ante ti”, pensó, “tengas sentido del humor”.
Llevó las bolsas al lugar del Santísimo y dijo a Tomasito:
—Supongo que está bien, hijo mío. Anda, ve a tu lugar que ya daré inicio a la misa. Y muchas gracias…
—Gracias a Dios, padre.
El sacerdote asintió con una tenue sonrisa.
Comenzó, pues, la ceremonia, y unos cuarenta minutos más tarde llegó el momento de la comunión. El padre José se acercó, nervioso, a la fila que ya se formaba al pie del altar.
—El cuerpo de Cristo… —dijo a la mujer que estaba al frente.
—Amén —respondió ella con devoción, aunque no pudo evitar una sonrisa sorprendida al percatarse de que aquello que el cura ofrecía a sus labios no era una hostia, sino un par de obleas con cajeta como las que se encuentran en las tiendas.
Los dos intercambiaron una mirada. El sacerdote se ruborizó, pero la mujer, más divertida que extrañada, repitió el Amén, comió y fue a su lugar.
—El cuerpo de Cristo —dijo el padre José al siguiente en la línea, quien por igual tomó aquello con humor.
Un alegre cuchicheo corrió por la parroquia. El padre José miró de reojo a Tomasito, quien apenas podía contener la risa.
“Ay, Dios mío… Ay, Dios mío…”, repetía el religioso para sus adentros.
Llegó entonces al frente un chico que recién había realizado su Primera Comunión. Antes de recibir el sacramento preguntó:
—Padre, si la oblea es el cuerpo de Cristo, ¿la cajeta es…?
Antes de que pudiera completar la interrogante, el padre José le clavó el dulce en la boca.
—Cuida tu boca y mantenla cerrada y no te meterás en problemas —sentenció el hombre.
Así fue como el ingenio del monaguillo salvó esa misa y las que siguieron. Numerosos fieles preguntaron al padre José si aquello de las obleas se volvería rutina y él, menos divertido de lo que aparentaba, únicamente les dio largas; si bien en todos sus años como sacerdote no había visto a la gente de la comunidad tan alegre al final de cada ceremonia, él no era tan liberal como para repetir la faena (además de que temía el regaño de la arquidiócesis si acaso se enteraban de lo que había hecho). Para evitar que algo así se repitiera, en adelante se encargó de tener siempre hostias de sobra y, por si acaso, pan fresco.