MICHELLE PÉREZ-LOBO
La primera vez que lo vi íbamos en el mismo transporte público, un lío de gentes y metales, hacia el centro del Estado de México. Siempre me acomodo cerca de la parte posterior del camión para poder bajar rápidamente, sin tener que abrirme paso ante la multitud de personas que también quiere llegar a sus hogares. Además, esta posición privilegiada —aunque éste sea un adjetivo ambiguo, pues el rebote es mucho más feroz atrás que adelante— me permite comer sin recelo, furiosamente, porque el hambre es siempre acuciante a esa hora de la tarde en que salgo de la universidad; y, sobre todo, me abre la vista para observar a todos los humanos que abordan el vehículo, que ya dentro luchan por marcar su territorio mediante leves empujones. Ciertos días fui un nervioso testigo de los monólogos de seres desesperados, aquellos tildados de locos o vagabundos, que manifestaban a los vidrios y a los sillones su angustiada furia, denunciando mediante verbos incoherentes las terribles condiciones de sus vidas. No obstante, este viaje de lunes por la tarde no había sido singular hasta que subió el hombre. Desde el inicio lo miré, incapaz de decidir si mis ojos lo escrutaban con curiosidad genuina, propia de los seres que reconocen por vez primera la existencia de un humano desconocido, o si lo hacían con nostalgia, como en confrontación abrupta con el pasado. No quise ser demasiado obvia, así que de tanto en tanto fingí leer. Pero no resistía lanzar vistazos hacia aquel cuerpo absurdamente familiar. Ese hombre de pelo cano y rizado, jorobado y de mi altura pudo haber sido ignorado por cualquiera, menos por mí: ostentaba un par de ojos tan cerúleos que no pudieron más que recordarme a mi padre. Claro que ambos eran muy diferentes: mi progenitor no había sido tan chaparro ni había tenido esa tendencia a quedarse calvo. Murió con su cabellera íntegra y los rizos más traslúcidos que nunca. Pero tanto el señor del camión como el señor de la tumba estaban recubiertos de una piel muy blanca.
La vigilancia hacia ese sujeto pudo ser bastante incisiva gracias al enorme tiempo que me proporcionó el tráfico de la ciudad, ese maravilloso freno del reloj que permite que el viaje se prolongue indefinidamente. Tuve más de una hora para describir al hombre que se mecía en el pasillo del camión. Resultar indiscreta fue mi última preocupación. Quería aprehender esas manos rechonchas que en nada se asemejaban a las de mi padre pero que sí compartían las uñas grises; las pestañas en trabajo constante, poco más largas que las de mi progenitor, pero siempre revoloteando como seña de una posible infección ocular; las rodillas recubiertas por aguados pantalones de mezclilla azul cielo, esos sí, iguales a los que usaba él. A la hora y media, a escaso un kilómetro de arribar a mi hogar, el señor volteó hacia donde yo estaba sentada y me mostró sus ojos, presas de una mezcla entre indignación e intriga, durante un par de segundos. No pude controlar ese mutuo reconocimiento. Empecé a temblar. Me levanté de mi asiento decidida a tocar el timbre del camión y esperar a que se abrieran sus puertas. Eso hice, sin siquiera voltear a ver al hombre, aunque presentí que ese impulso había enmarcado aún más su atención en mi persona. Sentí, incluso, que él se había aproximado hacia la parte trasera, donde yo estaba. Me apresuré a anunciar mi parada. El chirrido del aparato empotrado en el tubo sonó dos veces. Bajé ya bastante cerca de mi destino y comencé a caminar.
Escuché pasos detrás de mí. Cerca, muy cerca. Rítmicos y rápidos. Mi calle es una marea de transeúntes, así que semejante sonido es usual. Pero conforme llegaba a la portería de mi edificio las pisadas resonaron con más fuerza y decidí voltear a ver quién me seguía. Justo entonces el policía de la entrada abrió la puerta, tan simpático como siempre, y dio las buenas tardes dos veces.
Subí los escalones; las piernas me pesaban. Llegué a mi casa, exhausta y famélica. Seguía oyendo el par de pies, severos y constantes, pero para entonces ya comenzaba a considerar el ruido como un sonido ambiental. Entré a la cocina y serví dos platos de comida porque pensé que el hambre lo ameritaba, pero pude sólo con uno. Dejé el otro sobre la mesa, sin preocuparme por futuras moscas. La digestión me hizo víctima de un sueño profundo que curé en mi cama, sin cubrirme con las sábanas. Aún no llegaban a casa mi madre y mi hermana. Después de un tiempo, supe que ambas arribaron porque escuché que lloraban, reían y se lastimaban con lo que veían: ahí estaba mi padre, en la cocina, fumando, diciendo cualquier cosa con una voz que no era la suya, reconociendo los cambios de mobiliario y de físico de la familia.
Ese hombre subió mis escaleras, se acostó con mi madre, digirió mi cena. Cuatro platos a la mesa y el regocijo abundaba porque la muerte ya no era irrefutable; la unidad cotidiana se había restablecido. Mi relato sobre la tarde del reencuentro se perdió en oídos rebosantes de felicidad.
Al inicio no quise aceptar la posibilidad de que fuera mi padre. No era normal que un extraño, tal vez un inadaptado o un psicópata, invadiera mi hogar sin reparo de nadie. Pero dudé que fuera un desconocido enfermo al ver que mi madre se mecía entre sus brazos gordos con tanta ternura. Creí que si ella, una mujer cuerda como el que más, le reconocía, entonces él no podía ser un impostor. Aun así, me parecía profano aceptar sin dudas que mi progenitor había vuelto al plano de la vida. Los cuestionamientos no podían abandonarme. Llegó un punto en que la razón cotidiana no logró esclarecer el acontecimiento y, casi involuntariamente, tuvo que devenir fe: ¿había resucitado mi padre? ¿Cómo? ¿Era eso posible? Y de ser así, ¿por qué no hacerlo antes, cuando mi familia estaba enterrada en la miseria frente a su lápida, cuando el dolor era la única forma posible de habitar la tierra? Pero así como terminé de vaciar aquel plato de comida en un momento de hambruna, también me convencí de que debía asimilar ese nuevo timbre de voz que decía las mismas palabras que yo siempre había escuchado: frases hechas, refranes, consejos, apodos cariñosos. Intuí que incinerar un cuerpo no garantiza que sus manifestaciones se extingan, ya que algo inefable flota más allá de la sangre viva, en constante búsqueda por una nueva instalación. Ésta es, sin duda, la solución a la muerte.
¿Por qué los cuerpos diferencian a los seres humanos? ¿Acaso el significante padre no podría ser envuelto por cualquier carne, con la única distinción de un nombre y un apellido? Nos aferramos a la apariencia y queremos que los vocablos que nos resultan familiares empaten con físicos igualmente conocidos. Si el lenguaje es arbitrario por naturaleza, ¿por qué no lo hemos de ser también nosotros, sus usuarios? La personalidad de los seres es conferida por las palabras, por etiquetas tan determinantes como progenitor, madre, hermano. Éstas cuentan con características preestablecidas, aptas para cualquier recipiente: disciplina, amor, comprensión. Todos los padres son el mismo padre, el mismo ser, con un lunar de más o de menos.
El desconcierto que experimenté ese lunes al encontrar candidez en una cocina que un año antes de la llegada del hombre había estado desierta duró pocos meses hasta difuminarse por completo. Durante ese tiempo mi madre canceló algunas de sus tutorías por las tardes y se inscribió a seminarios de psicología. Retomó el estudio, con el que no sólo ejercitaba su mente sino que también domaba las horas en que mi padre se ausentaba por su nuevo empleo. Mi hermana dejó de enajenarse con la lectura y comenzó a frecuentar lugares de esparcimiento, como si tener la certeza de que un ser masculino le respaldaba desde casa le diera seguridad de instalarse en el mundo nuevamente. La costumbre hizo su magia y la aceptación de este cambio de estado se clavó en mi cerebro. Total, no podía ser tan egoísta como para enturbiar con mis dudas ese enigmático regalo que distraía la amenaza de desmoronamiento de mi madre y mi hermana. La fortaleza tiene siempre un límite, se derrite con cada amanecer. Yo no tuve más remedio que ser partícipe de ese furor hogareño y abrazar el nuevo, y a la vez antiguo, orden familiar.
Ha pasado ya algún tiempo desde el reencuentro. A veces siento como si, a partir del instante en que mi casa volvió a estar completa, los minutos se hundieran en la arena con grandes zapatos de hierro. Un aura de inamovible presente recubre mi hogar y mi nueva vida se ha transformado en una lentísima rutina aprendida hasta el cansancio. No obstante, los camiones en los que paseo a diario ahora tienen un nuevo significado: son símbolos del azar que colabora con el dolor para dar una sorpresa revitalizadora a los humanos perdidos. Mis viajes se han vuelto gozosos. Hoy puedo decir que me alegra que mi padre y yo coincidiéramos ese lejano lunes en el laberinto de la ciudad. Aún no lo entiendo, y ya he dejado de intentarlo, pero he hallado alivio cerebral al constatar que la imaginación es perfecta para resanar los límites del conocimiento. Quizá, pienso, nada hubo de suerte en esa reunión post mórtem: puede ser que él me hubiera vigilado desde siempre, pendiente de mi itinerario, un espectador de su hija; tal vez era mi vecino y me había visto salir de casa ese día que le pareció idóneo para manifestarse con vida. Supongo que cruzó la avenida conmigo y me dejó subir al camión antes que él, gesto caballeroso y paternal a un tiempo, asegurándose de que la poca luz de la mañana y mi somnolencia no revelaran su identidad. Probablemente me esperó en algún café mientras salía de clases y se empeñó en subir al mismo transporte que me llevaría de vuelta a casa, nuestra casa, cierto de que con la luz de la tarde yo repararía en su peculiar aspecto. Casi estoy segura de que hizo todo lo anterior con tal de orillarme a dejar mi asiento y que él pudiera hacer la señal de parada tras de mí, con el objetivo final de reencontrarse con el espejo del cuarto de mi madre —la habitación de ambos— frente al cual hoy, un inicio de semana como cualquier otro, peina sus terrosos bigotes antes de salir a trabajar mientras el color de sus pupilas reverbera.