ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
Catástrofe y palabra
Era su hogar. Tanto sus posesiones como sus recuerdos están sepultados en esos escombros que desprenden humo. Agraviada por ese intenso e inesperado sufrimiento, la mujer estalla, blasfema, encara a su Dios, pero, de pronto, repara en los lamentos y laceraciones de sus dos viejos vecinos y un resorte inesperado la saca de su doloroso ensimismamiento y la empuja a ayudar. El dolor no esperado, ni calculado, provoca el mayor de los estupores y genera una muda y explosiva mezcla de desconcierto, incredulidad e ira. La catástrofe natural es una de las formas más repentinas y violentas de infligir dolor colectivo y su impacto suele cambiar radicalmente (piénsese en el impacto del terremoto de Lisboa en el pensamiento de su época) las formas de intelección, percepción y relación con los demás. Si en la antigüedad la catástrofe se vinculaba al hecho religioso, afinaba la conciencia del prodigio y la fatalidad y ligaba al individuo con el orden y desorden cósmicos, en una vida moderna gobernada por nociones de racionalidad, lógica, merecimiento y retribución la discontinuidad insólita de la catástrofe resulta casi inasimilable. El acontecimiento anómalo y el dolor sorpresivo alteran la regularidad y aguzan hasta el límite la concepción de vulnerabilidad. La catástrofe subvierte el orden y, bajo su desgobierno, se experimentan miedos (y solidaridades) ya no mediados por la urbanidad sino radicalmente espontáneos, donde afloran el instinto egoísta o el más extraño y esperanzador altruismo.
La catástrofe entra por el cuerpo de los afectados o por los ojos de los testigos, no hay manera inmediata de verbalizarla o darle significado. Se trata de una amenaza no solo a la vida, sino al entendimiento, a la capacidad de articulación del lenguaje y a la fe misma. Tal vez el arte proporciona una aproximación a medio camino en el misterio de la catástrofe, permite acercarse a su aliento oscuro y caótico, pero también vuelve a civilizar al mostrar el despertar de recursos y facultades insospechadas de empatía, al retratar la semejanza ante el sufrimiento o al plasmar los sentimientos de compasión y cooperación entre desconocidos. Así, se le puede restituir el significado a la catástrofe tratando de devolverle la palabra, pues al condolerse, al participar de la manera que se pueda en la remisión o el lamento de una desdicha, se aparta de su confinamiento al dolor y se pasa del acto inercial del azoro al acto humano del acompañamiento.
Lisboa 1755
El radiante primer domingo de noviembre, justo cuando se celebra el día de Todos los Santos y los devotos llenan de bullicio los mercados e iglesias, la tierra comienza una danza frenética que dura interminables minutos. Las casas y edificios se derrumban, en las calles se abren grietas que devoran a los aterrados habitantes y estallan innumerables incendios provocados por las velas que atiborran los altares de los templos. Intentando escapar de la destrucción, la multitud huye hacia los muelles, sólo para ser engullida por olas inmensas. Por un tiempo, sólo rumores dan cuenta del desastre que ha asolado a la desafortunada ciudad y de sus decenas de miles de víctimas.
El terremoto de Lisboa de 1755 fue un hecho que transformó la conciencia y el pensamiento de la época. Como afirma Alicia Villar en “El debate de los ilustrados franceses sobre el sufrimiento y las catástrofes” (En Moisés González, comp. Filosofía y dolor, Tecnos, 2006), durante la Ilustración, la fe en el progreso y la regularidad parece olvidar la amenaza de la finitud y las posibilidades del contratiempo y la ruina súbita. Los accidentes son vistos por la teodicea optimista de Leibnitz como parte de una inteligencia suprema y bondadosa y las desdichas individuales tienen poco peso frente al gran total del bien. Pero el desastre de Lisboa aviva la pregunta en torno a los designios de la naturaleza y el papel de lo divino y lo humano. Las principales mentes de la época se ocupan del acontecimiento y Kant, por ejemplo, escribe tres ensayos visionarios de geografía física sobre las causas de los terremotos y las precauciones en materia de construcción y traza urbana para minimizar los efectos telúricos en áreas sísmicas.
En la órbita francesa, el terremoto enfrenta dos inteligencias antípodas. Voltaire, ya un poco amargado por la edad (ha partido a otro exilio y ha muerto su amante, embarazada de otro), escribe su conocido “Poema sobre el desastre de Lisboa” donde expresa una interpelación jobesiana ante el sufrimiento súbito y absurdo: el mal es escandaloso y protestar es humano porque no se puede concebir ni un Dios cruel, ni un Dios que renuncie a su omnipotencia. El joven Rousseau lee el poema de Voltaire, se extraña del tono desesperanzado del maestro y dice que, más allá de un razonamiento tan sombrío, debiera darse a las víctimas algún consuelo. Por lo demás, no debe atribuirse todo mal a la Providencia y cabe otorgar responsabilidad al hombre y su forma de vida (tan lejana al ascetismo del buen salvaje) por la dimensión que alcanza la catástrofe, pues el sismo no hubiera causado la misma destrucción si en la hacinada Lisboa no hubiera habido edificios hasta de 7 pisos y si muchos habitantes, azuzados por la avaricia, no hubieran regresado a sus casas tratando de salvar bienes materiales. Con todo, dice Rousseau, pese a la amenaza del azar sobre la fragilidad humana, la vida vale la pena vivirse y, ante la catástrofe, cabe más que nunca aplicar la mayor virtud humana: la esperanza.
México, D.F., 1985
En 1985, poco después de las 7:19 le tocó recorrer a pie las calles de la Candelaria de los Patos, Anillo de Circunvalación y San Pablo. Venía en el metro, absorto, leyendo entre la compacta muchedumbre y solo reparó en el temblor cuando se fue la luz. Sin duda, la construcción subterránea amortiguó las brutales sacudidas, pues no hubo escenas de histeria, ni clamores por el fin del mundo. Pasado el sismo, el tren abrió sus puertas y los pasajeros descendieron y caminaron casi a oscuras un pequeño tramo de rieles para arribar al andén de la estación Candelaria, esa que colinda con el inmenso mercado de la Merced y con la zona de prostitución más extensa y descarnada de la ciudad de México. Salió de la estación, caminó hacia Anillo de Circunvalación, había cables derrumbados aunque dada la decadencia habitual del paisaje y lo ruinoso de sus construcciones, no se comparaba con el espectáculo sobrecogedor de destrucción que encontraría más tarde en otras zonas. En esas calles sucias, retorcidas y peligrosas, siempre olorosas a fruta podrida, dulces típicos, sexo y excrementos, donde conviven la exuberancia y la inmundicia, la calamidad parece cotidiana y las secuelas del sismo resultaban difícilmente mensurables. Cuando llegó a Circunvalación, había pequeñas humaredas en las esquinas, pero no eran de incendios, sino de los restos de las hogueras con que los indigentes, trasnochados y prostitutas suelen calentarse en las noches. Había cierto barullo nervioso y un ruido lejano de sirenas y alarmas; sin embargo, en las calles muchos comerciantes y clientes trataban de seguir con su actividad cotidiana y el enjambre de mujeres públicas que pululaba a esa hora permanecía inmóvil en sus puestos de trabajo (las entradas y alrededores de los hoteles de paso).
En esos parajes sobrecargados, él, como todos los demás viajantes expulsados del metro, se asomaban al preludio de la catástrofe, pero los ojos no les alcanzaban para figurar lo que pasaba. Quizá debió haber sospechado porque había más ratas que otras ocasiones y corrían atropelladamente de una coladera a otra. Su propósito era seguir la ruta de Circunvalación hacia San Pablo y luego hacia el Centro Histórico con la ingenua idea de poder encontrar algún transporte y llegar a su escuela por los rumbos del Ajusco. Nunca llegó. En esos primeros minutos después del temblor, en esos territorios abandonados desde siempre por los dioses, no le tocó atestiguar las escenas de terror o heroísmo que serían características de esos días, sólo vio un desfile de cadáveres insepultos sacudidos por la incertidumbre, el miedo y el deseo. Porque en esos momentos el presentimiento del desastre, la inminencia y proximidad de la muerte, exaltaban la libido y una atmósfera eléctrica de estupor y lubricidad parecía cubrir a la multitud: desconocidas y desconocidos que rompían el hielo y, entre gestos de espanto y hasta barruntos de coquetería, hacían especulaciones acerca de lo que estaba aconteciendo. Él, por su parte, sentía una necesidad impostergable de escaparse de la futilidad del destino, de burlarse de la muerte en acechanza, aferrándose a alguna de las muchachas de la vida que cumplían impasibles su turno afuera de los hoteles. Contó los billetes que guardaba en su bolsillo y lleno de esperanza, deseo, desesperación, no sabía cómo llamarle a ese sentimiento, se acercó a una de ellas y le preguntó “¿cuánto?’”.
Apocalipsis y paraíso
En su libro A Paradise Built in Hell: the Extraordinary Communities that Arise in Disaster, Rebecca Solnit observa el comportamiento social en cinco catástrofes: el terremoto de San Francisco en 1906; la explosión de Halifax en 1917; el sismo de la ciudad de México en 1985, el atentado terrorista en Nueva York en 2001 y el huracán Katrina en 2005. A partir de este recuento, Solnit concluye que en estas situaciones límite, más que el miedo o el egoísmo, lo que prevalece es una fraternidad instintiva. Para Solnit, ante la dislocación del orden y las jerarquías convencionales, suele maximizarse la solidaridad social y tienden a formarse comunidades espontáneas de gran altruismo y sorprendente eficiencia. Porque las catástrofes sacan al individuo de sí, infunden un sano sentido de las proporciones, restituyen el sentimiento de comunidad, incitan el activismo de los jóvenes, hacen aflorar heroísmos anónimos y, en medio de la destrucción y la mortandad, conminan a una extraña gratitud y alegría por vivir. Solnit dice que la forma en que el individuo concibe a sus semejantes influye de modo determinante en su actuación durante una emergencia. Sugiere, también, que para las autoridades o los grandes medios de comunicación resulta más difícil identificarse con la víctima de un desastre o el activista voluntario y llegan a observar una amenaza subversiva en estas muestras de autonomía social o, bien, las reducen al espectáculo más chabacano. Para Solnit, el aspecto prodigioso de las catástrofes consiste en que las formas de interacción virtuosa que generan, de lograr replicarse en tiempos normales, permitirían materializar cualquier utopía. Por eso, el infierno que implican los desastres permite, sin embargo, vislumbrar un paradójico paraíso.
Armando González Torres (Ciudad de México, 1964) estudió en El Colegio de México. Publica en numerosas revistas y suplementos culturales en México y el extranjero. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores. Ha obtenido los reconocimientos: Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen 1995; Premio Nacional de Ensayo Alfonso Reyes 2001; Premio de ensayo Jus 2005, Zaid a debate; Premio Nacional de Ensayo José Revueltas 2008; Premio Bellas Artes de Ensayo Literario Malcolm Lowry 2015; y el Recognition by The Commonwealth of Massachusetts, MA, USA 2015; entre otros. Ha publicado libros de poesía, ensayo y aforismos.