ANA POSADA
—Necesito el cordón para sacarte el sufrimiento.
Antes de conocer a quién lo dijo estuve en la sala de su casa durante varias horas. Primero, me entretuve escuchando las historias de otros pacientes, después, las múltiples recomendaciones que hacían de la especialista me atornillaron a la silla y me quedé oyendo lo acertado de los diagnósticos o tratamientos que aplicaba.
Cuando llegó mi turno, la mujer me pidió esperar a que limpiaran el área de trabajo. Pasada media hora, el dolor en las asentaderas me recordó las cinco horas que tenía en el lugar, pero si había esperado todo ese tiempo, qué más daba otro poco.
Por fin, después de oír voces intercaladas con cantos de grabadora, golpeteos extraños y oler inciensos mezclados con plumas chamuscadas, la mujer envuelta en una túnica multicolor me invitó a pasar. Tras varias preguntas, realizó con mis respuestas un dibujo complejo de símbolos y, a través de lenguajes extraños, espíritus ancestrales le revelaron el motivo de mi dolor. La incredulidad ante tal barbaridad me obligó a salir huyendo del lugar, bajo la promesa de nunca volver.
El lunes después de sufrir la pesadilla que me persigue desde hace quince años, recordé la petición de la psíquica: Necesito el cordón, sin él, de una vez te digo, no puedo ayudarte.
¿Qué perdía al seguir su recomendación? Tal vez era cierta su capacidad para detener este dolor, el más grande. A la mañana siguiente salí con lo puesto hacia Buenaventura, no necesitaba más, sería un viaje de ida y vuelta; recuperado el cordón nada me retendría al lugar. Después de unas horas, por la ventanilla del autobús vi el camino que lleva al pueblo, al lugar terroso donde me botó la vida. Te será difícil entender las razones por las que hablo así, pero más adelante las comprenderás.
El camino flanqueado por mala hierba, miserable y seco correteaba de un lado a otro, bolas de varas crecidas por el viento rasgando el paisaje de una comunidad olvidada por sus hombres, tras el espejismo de vida buena que pinta el gabacho. La rigidez de los músculos, las piedras y el terregal hizo lento mi andar, quise regresar tras mis pasos, hacer caso omiso a las recomendaciones de la psíquica, pero el pasado me obligó a continuar.
Buenaventura me dio la primera sorpresa al cruzar la plaza, a un lado del quiosco, entre pliegues de piel quemada reconocí a la única amiga de la infancia convertida en mujer marchita. Juana, sí, era Juana, quien curiosa me miró tal como se mira a los de afuera calculando beneficios: una moneda, una prenda de vestir o algún alimento, pero nada más. Sus ojos no encontraron nada particular en los míos. Sin más, apreté el paso y di vuelta en la primera calle, la pegadita a la iglesia.
Capturado por el tiempo encontré en funcionamiento al único estanquillo de mis tiempos infantiles, con los mismos muebles de madera engrosados por capas de pintura de todas las tonalidades que puede dar el verde y, al lado, la pulcata de “Don Chema”. Los negocios siguen; los dueños fundadores, no.
El calor imperioso y la tradición escondían tras abanicos maltrechos a mujeres que batían calor y moscas enjuiciando a los de enfrente; las habladurías no me importan, son una costumbre sin valor, en un pueblo donde todos comentan y nadie ayuda, las palabras vuelan bordando infundios. Mis experiencias en Buenaventura forman hileras interminables de pesadillas que iniciaron cuando llegué a la capital y me persiguen como negativos fotográficos, una tras otra, ocultas en la oscuridad.
Regresé a buscar el cordón de mi ombligo, más bien todo, cordón y ombligo, para recobrar mi alma, la que se perdió hace tiempo y no me deja dormir, a veces creo, ni respirar. Si en algún lugar están, es aquí, en casa del abuelo, y si no, él sabrá decirme dónde puedo encontrarlos, verlo es solo una condición para apaciguar el alma.
Al bajar la escalinata hacia su casa recordé el condicionado purgatorio que ofrecía el abuelo al negarme a sus reclamos. Entrené a la memoria para olvidar el dolor recibido por quien me amaba, sí, me amaba, o de tanto repetírmelo terminé por creerle. Ahora a punto de reencontrarlo, el nerviosismo palideció mi rostro como si el color hecho polvo cayera tras el zarandeo de mi cuerpo al andar.
El abuelo no me reconoció, tan viejo como Buenaventura lo hallé sentado en una mecedora. Con mirada sucia recorrió mi cuerpo, el brillo libidinoso de sus pupilas contrastaba con aquel cuerpo enjuto al que ni los años menguaron de arrebatos.
—¿Qué se le ofrece? ¿Le conozco? —se levantó con dificultad y avanzó a mi encuentro.
Al vaho podrido expedido por su cuerpo respondió mi piel erizándose. Me observó intrigado, sin reconocerme.
—Hace mucho tiempo que naiden me visita —dijo, llevándose tembloroso un jarro hacia los labios—. ¡Ni le ofrezco! Por lo que veo ni lengua tiene usté —y buscando una reacción volvió sus ojos a los míos—. ¿No me entendió?, ya no le hago a eso, ya no puedo. Raro, muy raro que de ajueras me visiten.
—Vengo por mi ombligo.
Las palabras taladraron su cerebro pero se recompuso en segundos y levantando las cejas hasta plegar la frente, remató:
—¡Uy, lo que me faltaba: un jotito en casa!, ¿o es que está usté enferma?
—No, abuelo, ¿no me reconoce?
El jarro se precipitó al piso haciéndose añicos como su burla y observando mi aspecto, dijo:
—¿Abuelo?, se equivocó de casa, a saber nunca tuve chamacos, mucho menos nietas o… nietos.
—No importa que me niegue, me hace bien su rechazo, solo vengo por mi ombligo, dígame dónde está y me voy.
—Pos en Buenaventura no lo jallarás nunca.
El nerviosismo inicial desapareció con su sonrisa socarrona e inflamó mi enojo, lo zarandeé con fuerza exigiéndole la ubicación del ombligo, él se desplomó en el suelo, lo salpiqué con agua para reanimarlo, pero no respondió. Algo muy adentro me desgarraba el alma. Con lágrimas santigüé esa frente. “Llorarle a un desgraciado, no has cambiado nada”, me recriminaba cuando su voz me regresó a la realidad. Altivo y con palabras ahogadas, dijo:
—Tons nunca me olvidaste, ¿cómo hacerlo, verdad?, si por mi tienes esa pinta.
—¡Calle, abuelo! —y el llanto traicionó mi postura.
—¡Ah, qué terquedad!, ya te dije que no eres pariente. Solo juiste mi…
Espasmos sacudieron su cuerpo y no pudo terminar la frase, burbujas de saliva enmarcando aquella boca hacían incomprensibles sus balbuceos. Lo observé largo rato, tirado en ese piso de tierra parecía un desahuciado tratando de comunicar su última voluntad. Me agachaba a ayudarlo cuando terminó la frase burlona:
—¡Te robé! Sí, te robé en la capital cuando tenías cinco años.
—¿Me robó? —y se agitaba sin poder hablar.
Señaló un huacal debajo de la cama, uno grande repleto con ropa de niño, unas más finas que otras pero todas de tallas pequeñas mezcladas con periódicos viejos de distintos años.
—Busca, busca y encontrarás, pero lo que yo te di te marcó pa siempre. Mírate, nomás.
Un remolino de indignación invadió mi mente.
—No volverás a engañarme, viejo infeliz.
Me saqué el tacón de aguja para propinarle una paliza, pero insistía en hablar. Acerqué mi oreja a la altura de su boca y entre saliva sanguinolenta remató:
—Juiste el Cialis from Canada – whe… mejor.
No escuché más y lo golpeé con fuerza, todo el odio alimentado por años lo fui vaciando en ese bulto de carne manida. Cuando la cordura me alcanzó, respiré profundo para serenarme, alisé mi cabellera, recompuse mis ropas y limpié las zapatillas. Con la claridad que aporta la verdad, el pantalón de tela fina talla cinco y los periódicos del huacal salí de esa casa.
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A cada paso le correspondía un hilo conductor hacia el resquicio olvidado de la memoria: el niño perdido y llorón de mis pesadillas ¡siempre fui yo!, reclamando la verdad, solo ahora sabía el origen del dolor.
La serenidad disfrazó mis pasos ante las mujeres de abanicos grandes. Al pasar por el estanquillo otro recuerdo abrió mi mente: un niño camina feliz con una bolsa de dulces y un globo a punto de tocar el cielo; a su lado, un hombre lo lleva de la mano y le cuenta historias de mundos diferentes. “Sí, era mi llegada a Buenaventura, con mi raptor”.
Crucé la calle y junto a la iglesia volteé al estanquillo intentando retener los recuerdos: un niño más grande con la ropa hecha jirones corre asustado, es interceptado por una mujer que lo abraza para después depositar entre sus manos algunos billetes, le dice algo al oído, él vuelve a correr más rápido aún, cruza hacia la iglesia pasando junto a mí y se desvanece. ¡Ah!, por eso mis buenos recuerdos del estanquillo. Era Doña Petra, mi salvadora, gracias a ella pude escapar de Buenaventura.
Corrí por la plaza, quería huir de aquella grieta triste, ya nada me retenía a ese agujero negro. De ser descubierto, seguro me encerrarían por matar al que robó mi esperanza y me convirtió en lo que soy.
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Antes de subir al camión, una mano flaca sujetó mi brazo, el sudor frío recorrió mi frente al creerme descubierto, al voltear reconocí a Juana, la añoranza recorría sus pupilas y al soltarme dijo:
—¿Pa qué regresaste? Todo lo que hay aquí, muere. Lárgate y no vuelvas.
A empujones me metió al vehículo y una mueca parecida a la sonrisa iluminó su rostro. Me senté hasta atrás y la miré de nuevo, entre susurros sin aliento me despidió:
—Adiós, Pedro, adiós.
Me dio la espalda y caminó hacia la plaza mendigando a los transeúntes hasta perderse tras el quiosco.
Ahora lo sabes, Pedro era mi nombre en Buenaventura. Desde hace quince años vivo en la capital donde todos me conocen como Yadira, estoy por cumplir veinticuatro, trabajo por las noches en la calzada de Tlalpan. Esta es la vida que conozco, no tuve elección. Gracias a mi regreso a Buenaventura desaparecieron las pesadillas. Mi nombre real puede ser Jorge, Jonathan, Emiliano o Rafael, los niños extraviados y reportados en los periódicos del huacal. Y tal vez, solo tal vez para bien o mal, mi vida cambie.