ARMANDO GONZÁLEZ TORRES
Desde la broma sangrienta hasta la más fina ironía, la experiencia del humor adquiere diversos matices: uno puede carcajearse ante la caída de una persona o sonreír maliciosamente ante un dignatario político que se equivoca al pronunciar el nombre de un artista con el que pretende darse lustre. Por lo demás, el humor no siempre es edificante y, como dice Peter Berger, en su indispensable Risa redentora (Kairos, 1999), el humor es un campo de experiencia que se aparta de la moral y la belleza: existen chistes y situaciones que pueden ser moralmente condenables o repulsivas y que, pese a todo, siguen siendo graciosas y mueven a risa. De hecho, puede irse más allá, y pensar que esta suspensión del juicio moral y estético, esta crueldad deliberada, no es un rasgo accidental, sino esencial de cierto tipo de humor, que se practica en determinados círculos sociales. Por ejemplo, en pocos espacios, como en el mundo de las letras, existen registros tan amplios de las pullas, bromas, peleas, maledicencias y toda esa subliteratura que se asimila al humor. Quizá porque en pocos círculos hay tantas ambiciones y afanes de grandeza, tanta incongruencia entre afanes y logros, tanta competencia y tanto ingenio verbal.
El libro Borges (2006) de Adolfo Bioy Casares fue uno de los sucesos editoriales más comentados de los años recientes. Resulta difícil encontrar, en el orbe hispánico, una amistad y asociación literaria más estrecha y de más alto nivel que la de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Borges es uno de los pocos autores contemporáneos que basa su abrumadora fama en una obra de verdad exigente y valiosa, y Bioy, acaso un tanto opacado por la sombra de Borges, es un extraordinario autor, con un universo propio insuficientemente ponderado. Borges y Bioy se conocieron a principios de los años treinta cuando Borges era un joven pero ya descollante escritor y Bioy un adolescente con sorprendente formación y ambiciosas aspiraciones literarias. Su empatía artística y humana fue inmediata y pronto iniciaron una amistad y una colaboración que incluyó desde la escritura de los deliciosos textos de H. Bustos Domecq, su pseudónimo conjunto más socorrido, hasta folletos de publicidad pasando por la fundación de revistas, como Destiempo, la elaboración de antologías de poesía argentina o de literatura fantástica y policial, y la escritura de dos guiones cinematográficos, entre otras empresas compartidas.
Si bien la proximidad data de los años treinta, el diario de Bioy Casares en donde relata su relación casi cotidiana con Borges comienza propiamente en 1947, cuando, como resalta el editor Daniel Martino, Bioy acababa de prologar La vida de Samuel Johnson de James Boswell. Con todo, Bioy no es el mero relator de la vida de un escritor eminente, sino un interlocutor activo, un memorialista selecto que recobra a su Borges, se recobra a sí mismo y reconstruye más de medio siglo de literatura hispanoamericana, particularmente de las peripecias del ambiente intelectual porteño. Se trata de dos personalidades contrastantes y dos periplos vitales muy distintos que confluyen en una vocación y un destino literario. En este diario se adivina la armonía y el conflicto, y se revelan los ambiguos papeles que ocupa Borges en la vida de Bioy, mentor y competidor, confidente y delator, figura admirada y, acaso, estorboso tótem literario que oscurece la propia obra. No se trata de una relación contra natura, la mayoría de las amistades combinan estas contradicciones y lo importante es la manera en que éstas se subliman en afinidades, como el goce literario, la complicidad intelectual o el humor compartido.
En muchos espacios ha causado molestia y se ha señalado que el contenido demerita tanto al autor como al ídolo registrado. En realidad, se trata de un libro más discreto que otras aproximaciones a Borges y no hay, en este registro, las infidencias y especulaciones insidiosas que pueden encontrarse en varias de las asombrosamente abundantes biografías de Borges, lo que sí hay es la conversación íntima e inteligente, con sus componentes de malicia y murmuración, que puede resultar demoledora para los guardianes de las buenas formas. Porque la inteligencia e independencia de criterio de ambos son hirientes, avasallan con los reflejos automáticos de los progresismos y las ideologías y con la hipocresía. No implica que sean opiniones infalibles o conductas irreprochables, pero se basan en una autonomía, en una rara visceralidad razonada donde la emoción y el prejuicio son aderezados con el ingrediente de la inteligencia y, sobre todo, del humor malicioso.
El libro, por supuesto, también puede leerse como un laboratorio de ideas, como una radiografía de la génesis de las grandes obras de ambos autores y como un registro histórico parcial de la historia literaria y de política, pero, sin necesidad de buscar pretextos intelectuales, Borges es, sobre todo, uno de los volúmenes de chismes y chistes más divertidos y despiadados que he visto, y enseña una verdadera maestría en el arte de mofarse de los demás. Así, es posible ver las entrañas de una amistad literaria en la que se pasa de la discusión de altura al consumo de carroña, de la erudición al chismorreo, de la valentía al doblez. Porque, ya en la confianza, ese matrimonio intelectual bien avenido, consciente de su grandeza y muy soberbio, puede hacer los juicios más tajantes sobre razas, literaturas y naciones, “palomear” nombres e incurrir en la más gratuita hipocresía o malignidad. Hay muchos odios aparentemente injustificados (a Sábato, por ejemplo); incongruencias entre el dicho público y el privado (la declarada admiración de Borges a nuestro Reyes es opacada con alguna alusión desdeñosa); prejuicios (contra los negros, los comunistas, los homosexuales); pero hay, también, un retrato fraternal y divertido de la fauna literaria. Así, la procacidad y la finura, el entusiasmo y la malicia se alternan en las largas sobremesas y veladas de dos personajes inteligentes y adorables, a los que se suman eventualmente toda una galería de personajes excéntricos y ridículos, como la señora Bibiloni Webster de Bullrich, un monumento a la banalidad más refinada y delirante: (“Yo no soy una mujer frívola, a mí lo único que me interesa es el dinero”).
A lo largo del libro es difícil dejar de leer a tambor batiente, pues se trata de una malicia inteligente, no dictada por el resentimiento ni por la envidia, sino por la conciencia y el espectáculo de la estupidez. Cierto, son maledicentes, hipócritas, cortesanos literarios que fingen desinterés en la mundanidad. Con todo, no veo en esta recopilación una mayor maldad, pedantería o doblez de la que requiere practicar cualquier escritor que no sea estúpidamente idealista y que busque sobrevivir en un medio hostil y caníbal. Por lo demás, en este inmenso registro de la sabiduría verbal acaso queden plasmadas muchas de las mejores virtudes literarias de ambos, dando la razón a Marcel Schwob, quien dice: “Me gustaría pensar que nuestra lejana posteridad retendrá, de todos los escombros literarios de nuestra época, únicamente dos o tres buenas bromas”.
Referencias:
Berger, Peter (1999). Risa redentor. La dimensión cómica de la experiencia humana. Barcelona: Kairos.
Bioy Casares, Adolfo (2006). Borges. Barcelona: Destino.