LAURA MARTÍNEZ ALARCÓN
Fue poner un pie en el asfalto y caer los primeros goterones de una tormenta anunciada. El autobús arrancó y se perdió en una densa bruma que se cerró a su alrededor. Las dos lucecillas rojas del vehículo, que parecían flotar como un par de inquietantes ojos, desaparecieron de repente. Desorientado, Claudio pensó que así debía de ser la nada. Intentó localizar el camino de tierra y seguir cuesta arriba mientras levantaba el cuello de la gabardina y se calaba el sombrero. Con cierta dificultad, fue sorteando los arroyuelos que descendían de la ladera y arrastraban las hojas ocres del otoño. La lluvia comenzaba a arreciar.
De todas las excentricidades de su anfitrión, ésta era la más incomprensible: escoger la cabaña más alejada con la de casas que había en el pueblo. ¡A buena hora se le ocurrió aceptar su invitación para subir a la montaña! Ahora no le quedaba otra que empaparse hasta la médula y dar por perdidos sus zapatos de vestir. Pero la necesidad era más grande que el pundonor. El clanch clanch de sus pisadas le indicó que había llegado a un sendero de grava. Cincuenta metros lo separaban de la casa. Cincuenta metros que le parecieron eternos debido a que la lluvia no daba tregua y la neblina espesaba cada vez más. Su zapato izquierdo se hundió en un trozo de tierra blanda. El derecho pareció resbalar en una boñiga de vaca. No muy lejos, se oyó el ladrido de un perro. Un olor a leña quemada le anunció que estaba cerca. Era ahora o nunca. No podía desperdiciar esta oportunidad, ni dar marcha atrás, ¿a eso había venido, no? Claudio esperaba encontrar una respuesta, la respuesta que llevaba tiempo esquivando y que ahora le esperaba a menos de treinta pasos. La puerta de la cabaña se abrió y un halo de luz iluminó una figura.
ꟷHombre, pensé que ya no vendrías con el tiempo que hace. Pasa, pasa… deja aquí los zapatos y ponte estas babuchas. Estás hecho una sopa —casi ordenó la voz profunda del hombre que se hallaba bajo el quicio de la puerta.
Claudio obedeció. Se quitó la gabardina, sacudió el sombrero empapado, se remangó los pantalones manchados de barro y se calzó las toscas pantuflas. “Vaya pinta debo tener”, pensó. El pundonor había desaparecido. Dentro de la cabaña, reinaba un ambiente cálido. Una chimenea bien alimentada y una suave música de fondo le dieron la bienvenida.
ꟷPor favor, ponte cómodo, en un segundo estoy contigo —dijo Alberto mientras cerraba la puerta a la ventisca que intentaba colarse.
En el sofá, amplio y al parecer confortable, se distinguían los periódicos del día; una manta tejida de cuadritos multicolores daba el toque hogareño al salón. Claudio se sintió observado desde la cocina americana donde hacía chup chup una olla de barro. El aroma a lentejas estofadas le llegó de golpe, lo supo también por el ruido de sus tripas.
ꟷPronostican más lluvia para esta tarde —anunció Alberto.
ꟷEspero no robarte mucho tiempo. Lo mío es rápido. Quiero tomar el último autobús de regreso a la ciudad —le espetó Claudio.
ꟷOlvídate de eso. Hubo un derrumbe en la carretera y se ha suspendido el tránsito hasta nuevo aviso. Lo siento, tendrás que pasar aquí la noche. ¿Te apetece una copa de vino, un coñac, un café bien caliente?
Estaba a punto de rechazar el ofrecimiento, pero un súbito escalofrío lo pilló por sorpresa, acabó de asaltarlo un sonoro estornudo. Se disculpó aproximándose al fuego y sacó del bolsillo trasero del pantalón un pañuelo impecablemente doblado con el que se sonó la nariz. Aceptó el café. “Mejor no beber alcohol. Necesito tener las ideas claras”, pensó.
Alberto parecía más viejo de lo que imaginaba. Las arrugas, el pelo completamente blanco y las gafas redondas a media nariz le conferían un aspecto de sabio; podría pasar por catedrático universitario si no fuera porque sus manos grandes, toscas y morenas le daban otro carácter. “¿Manos acostumbradas al trabajo duro?”, intentó adivinar. Mientras aquél tarareaba Gloomy Sunday que lánguidamente interpretaba Billie Holiday y servía dos tazas de humeante café, Claudio no pudo resistir la tentación de echar un vistazo a las fotografías colocadas sobre la repisa de la chimenea. En una de ellas aparecía su padre. Sintió una punzada.
ꟷMira, Alberto, primero te quiero dar las gracias por haberte hecho cargo de los funerales de mi padre. Por desgracia, no pude llegar a tiempo, con todo esto del virus, me fue imposible coger un avión desde el otro lado del mundo. Segundo, yo sólo he venido a recoger lo que me pertenece. Como dices en la carta que me enviaste, papá… mi padre me dejó un sobre con algunos documentos importantes, supongo. No sé… Todo esto es muy confuso. Lo único que quiero es cerrar este capítulo y marcharme. Si no te importa, yo…
ꟷTienes los mismos ojos de Rafael y eres igual de ceremonioso —sonrió Alberto mientras colocaba la bandeja en una coffee-table de madera laqueada. Claudio le lanzó una mirada iracunda—. ¡Y te enfureces a la primera, como él! Mira que aceptar venir hasta acá, vestido con tu mejor traje, como para ir de boda… no sé qué decirte, sólo que te lo agradezco.
El súbito cabreo se le pasó enseguida ꟷcomo también le ocurría a aquélꟷ y tomó una de las tazas de porcelana de Sèvres mientras ocupaba uno de los dos sillones frente a la chimenea.
ꟷÉse era su favorito —le indicó Alberto con cierta nostalgia. El silencio se instaló en el salón; la voz de la Holiday dejó de escucharse. La tensión podía cortarse con un cuchillo.
Claudio decidió abrir fuego.
ꟷ¿Puedo hacerte una pregunta indiscreta? —disparó.
ꟷComo diría mi amado Óscar Wilde, las preguntas nunca son indiscretas. Las respuestas, a veces, sí. ¿Qué quieres saber? ¿Cómo, desde cuándo, por qué? Pregunta lo que quieras, soy todo oídos.
Claudio tragó saliva y notó que un nudo se le iba formando en la garganta. Trató de disimular su incomodidad y la repentina falta de palabras recorriendo con la mirada aquella habitación tan acogedora. De repente, sus pupilas se posaron en una pequeña fotografía que lo regresó a uno de los momentos más imborrables de su infancia. No tendría más de seis o siete años y aparece vestido de vaquero montando un burrito de verdad, su padre lo sostiene abrazándolo y sonriendo a la cámara. No recuerda quién tomó la instantánea, ¿pudo haber sido Alberto? Lo que Claudio jamás olvidó fue el montón de juguetes y libros que le compró ese día y la de veces que le repitió cuánto lo quería. Nadie había sido tan amoroso como él. Fue un hombre generoso y solidario, un faro de sabiduría entre tanta mediocridad, ¿acaso tenía derecho a indagar sobre su doble vida ahora que ya no estaba? La pregunta llegó acompañada de un atisbo de arrepentimiento.
Desde siempre había oído rumores que aprendió a desdeñar, sólo una vez se lio a golpes con un compañero del instituto que insinuó algún detalle que ya había olvidado. La madre de Claudio murió cuando él era casi un bebé y no recordaba haber tenido alguna referencia materna, a excepción del par de tías solteronas que vivían en el pueblo y con quienes pasó algunos veranos. Rafael siempre había estado a su lado, brindándole todos los cuidados y la atención del mundo y, sin embargo, desconocía todo sobre él. Sabía, desde luego, que nunca se había vuelto a casar y jamás le conoció una novia. Siempre había permanecido solo. Alguna vez, en una de las tantas visitas que hicieron a la familia, alguien dejó caer, con toda mala intención, un comentario sobre el hombre desconocido que acompañaba a Rafael y que se alojaba en la mejor posada del pueblo. “Patrañas”, habían cuchicheado las tías.
No podía más que recordarlo como el mejor de los padres. ¿Importaba, de verdad, terminar de conocerlo? Es verdad que para eso había venido hasta aquí, en medio del diluvio universal, pero ¿valía la pena? ¿Seguiría queriéndolo, o terminaría odiándolo? Los minutos transcurrían marcados por el tic tac de un viejo reloj de pared que, de repente, soltó una campanada anunciando los tres cuartos de una hora imprecisa. Una hora gris, opaca. Alberto, entretanto, colocaba un grueso leño para mantener vivo el fuego. Ninguno de los dos quería romper el silencio que, como alguien dijo, es tierra fértil donde caen las palabras buenas y malas.
Billie Holiday y Louis Armstrong regresaron a escena como un soplo de vida en aquella atmósfera enrarecida donde todo había quedado en suspenso. Mientras Alberto acomodaba el resto de los troncos al costado de la chimenea y los diarios en un revistero junto al sofá, Claudio seguía buscando la manera de continuar la conversación con los ojos puestos en el chisporroteo de las nacientes llamas. Pero los recuerdos de aquella imagen encerrada en un marco de plata bruñida pesaban más que las palabras. Se recostó en el respaldo del sillón con las manos ciñendo la taza del café que, para entonces, ya estaba frío. ¿Tenía derecho a desmantelar por completo su vida? ¿Para encontrar exactamente qué?
Por una grieta de su memoria, surgió el trozo de una de las tantas conversaciones de camino al pueblo, o en algún exótico viaje, ya no lo recordaba. Rafael le había dicho que todos llevábamos fantasmas dentro y que era preferible dejarlos hablar a que no lo hicieran. No recordaba a cuenta de qué había surgido el comentario, pero ¿por qué a los suyos los dejó amordazados en un discreto rincón de su vida? La única persona que podía desvelar algo de esta incomprensible decisión estaba a su lado, musitando Dream a Little Dream of Me. ¿Era el momento de seguir hurgando? De repente, sintió una opresión en el pecho, una tirantez en los ojos y la comisura de los labios, sabía que si soltaba una lágrima, no pararía de llorar.
Un trueno desgajó el cielo y la tempestad reventó. Las luces de la cabaña parpadearon un instante y como si de una señal se tratara, Claudio empezó a gimotear como una criatura desamparada. Alberto no supo qué hacer. Por un lado, tenía ganas de abrazarlo y brindarle consuelo pero no estaba seguro de la reacción del muchacho que, hasta ese momento, había permanecido distante y a la defensiva. Por otro, deseaba transmitirle de alguna manera que ambos compartían la misma pérdida porque los dos habían amado a la misma persona que ya no estaba en este mundo. Solo atinó a darle unas palmaditas en el hombro tembloroso, retirarle la taza y acercarle un paño de cocina para que secara el torrente de lágrimas que inundaba su rostro.
Subió a prepararle el cuarto de invitados. Con una inmensa melancolía, fue haciendo la cama; las blancas e impecables sábanas de algodón, el edredón de pluma de ganso traído de Bruselas en un viaje que hizo con Rafael hacía muchísimos años y que les fue tan útil para sortear el frío de la cabaña. Encendió una lamparita de noche, dejó un pijama sobre la almohada y bajó las estrechas escaleras de madera que crujían a cada paso. Se encontró con un Claudio más sereno.
—¿Quieres algo de cenar? Creo que te vendría bien una sopa de cebolla. Y yo hago la mejor del planeta, ¿te apetece? —le preguntó.
—No, gracias, no creo que me entre nada. Perdón por el espectáculo, pero…—Alberto lo atajó— ¡Sh! Tranquilo, no tienes por qué dar explicaciones. Te entiendo más de lo que te imaginas y me gustaría que supieras que… — Entonces, fue Claudio quien lo detuvo—, creo que me voy a dormir. Buenas noches.
—Vale. Tu cuarto es el de la izquierda. Te dejé un pijama sobre la cama. El baño está al fondo, ahí tienes toallas limpias. Buenas noches. Que descanses.
La casa quedó sumida en el más absoluto sigilo, apenas roto por el crepitar de la leña. Ninguno de los dos pudo conciliar el sueño. Separados por una delgada pared, cada uno acometía la absurda tarea de adivinar qué estaría pensando el otro en ese momento, qué es lo que habrían querido agregar o decirse cuando se interrumpieron. Alberto volvió a recordar el llanto de Claudio, un llanto que lo convertía en un verdadero huérfano. “Yo sé toda su historia, pero él, ¿sabe algo de mí?”, caviló. “Podría hacerle un recuento cronológico de su vida, de sus éxitos y fracasos. Todo me lo contaba Rafael. Estaba orgulloso de su hijo. ¿Podré hacerme su amigo algún día? Me gustaría decirle cómo conocí a su padre, bajo qué circunstancias, por qué permanecimos juntos tantos años, el inmenso valor que le dimos siempre a los afectos… pero no sé si le importe saberlo. Espero que no tenga prejuicios. ¡Dios!, cómo me gustaría decirle que le quiero, aunque él apenas me conozca”. Dos lagrimones surcaron las arrugas de sus mejillas y su mente viajó al momento mismo en que Rafael murió en sus brazos; había dejado todo en orden, los papeles, las propiedades, la futura herencia de su hijo, todo listo, menos el encuentro que inevitablemente tendría que ocurrir. “Cuéntale todo, él sabrá comprender”, fue la única indicación que le dejó.
Claudio, mientras tanto, daba vueltas en la cama, tiraba de la manta, ahuecaba la almohada. De pronto, percibió el olor a lavanda tan característico de su padre. ¿Era acaso el pijama que le había dejado Alberto? “¡Ay, papá! ¿Por qué tenías que morirte? Ahora sí no tengo a nadie en el mundo. Me he quedado absolutamente solo. Supe tan poco de tu vida, de tu relación con Alberto. ¿Puedo confiar en él? ¿Sabe algo de mí? ¿Debo quererlo? Esta noche me hubiera gustado abrazarlo, pero no sé cómo se lo hubiera tomado. Parece una buena persona, pero no sé si debo abrirle mi corazón. ¡Ay, dios, cuánto te echo de menos!, pensó acurrucado y abrazado a ese aroma familiar casi imperceptible.
Por primera vez, en mucho tiempo, sintió una cálida paz interior. Durante horas, estuvo recordando todas las etapas por las que había pasado desde que fue consciente de que su padre tenía un amigo, desde el odio más visceral hasta el morbo de imaginarlos juntos, pasando por la necesidad de saber por qué. Hacía años que Rafael hablaba siempre de su ‘compadre Alberto’ pero Claudio no guardaba en su memoria ningún bautizo, boda o primera comunión que los hubiera convertido en eso, compadres. Recordaba, eso sí, que las tías fruncían la boca o murmuraban frases extrañas cuando alguien les preguntaba por ellos.
Su padre había decidido convertir su vida privada en un santuario particular, íntimo y secreto. Nadie tenía acceso a él. Cuando dejaron de vivir bajo el mismo techo, el cariño, la generosidad, los cuidados y las enseñanzas de Rafael no disminuyeron. Por el contrario, él siempre estuvo ahí cuando Claudio lo necesitó, siempre se mantuvieron unidos por los mismos intereses y gustos, atados por un invisible cordón umbilical. Fue un hombre prudente que supo respetar sus decisiones juveniles y su manera de encarar la vida. De él aprendió a valorar el concepto de privacidad y de compartir sólo los mejores instantes de su existencia. Tiempo de calidad, no de cantidad, decía su padre. Ahora, ya no estaba, ya no podía decirle cuánto lo había querido y cuánta falta le hacía.
Una tenue luz fue despertando a la mañana, varios gallos cantaron en la lejanía. Ni Claudio ni Alberto querían levantarse de sus respectivas camas. La posibilidad de retomar el diálogo, y acaso de iniciar una relación de afecto, se había fundido con la noche. El ronco vozarrón de los truenos volvió con fuerza. Desde el ventanuco de su cuarto, Claudio adivinaba los goterones que una espesa neblina no le permitía ver. “Así debe ser la muerte”, pensó. Una nube compacta, asfixiante, que no se puede tocar pero que oprime el pecho como una loza de granito. Se le escapó un suspiro hondo, un estremecimiento casi invisible. Y entonces recordó algo más, ¿no era su padre el que también decía que somos seres fragmentados que tenemos el deber de consolidarnos a pesar de las grietas? ¿No repetía una y otra vez que convivir con esas grietas era la clave para llegar a ser razonablemente sanos y felices? ¿Cuáles fueron las de su padre? “Tuviste que sufrir mucho para llegar a dónde llegaste, papá. De lo poco que sé, el autoritarismo del abuelo, la indiferencia de la abuela, la terrible muerte de mi madre. En mí volcaste todo lo que te hubiese gustado recibir en la vida, lo diste todo y más. Y con eso me quiero quedar”.
El intenso olor a café recién hecho lo devolvió a la realidad. Envuelto en un albornoz, Claudio decidió bajar al salón y volver a empezar. Estaba claro que Alberto no podía vivir sin la voz rota de Billie Holiday.
Laura Martínez Alarcón (México) periodista mexicana afincada en España desde hace trece años. Es egresada de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha trabajado en radio, televisión y prensa escrita y electrónica como reportera y coordinadora de producción y contenidos. Ha participado en diversos talleres literarios y tiene dos libros de cuentos Cortoletrajes y La mujer sin nombre y otros relatos, así como una primera novela, El baúl de la República.