IVÁN FORONDA ARRÓNIZ
Una niña, debería llamarse Bartola, mejor dicho, Bartolita, leía durante el mediodía bajo la iluminación del sol. Sentada en el bosque, leyó durante todo el día, emocionada, a veces jadeaba, sudaba, reía, volaba, cerraba los ojos e imaginaba; hasta que llegó la noche, que ensombreció sus letras, los párrafos, las comas y los puntos. Una sombra se proyectaba gradualmente sobre su libro. Entonces ella, recostaba boca arriba, lloró porque no pudo leer más. Y cuando al fin despejó su mirada, escampando la tormenta de agua dulce, sus lagrimas ascendieron una a una hacia el firmamento, constituyéndose en estrellas alineadas que formaban consonantes y vocales: para que Bartolita continuara su lectura en el universo.
Y cuando llegó el amanecer, asomando los primeros destellos del alba sobre el horizonte, con brazos cárdenos de luz, entre montañas y cantos de golondrinas, observó cómo las estrellas descendían, colgadas en telarañas, para descansar nuevamente en su libro y dormir, ante la mirada inmóvil, inerte, casi despierta, de Bartola.