GABRIELA NAVA
El egoísmo no es vivir como uno desea
vivir, es pedir a los demás que vivan
como uno quiere vivir.
Oscar Wilde
Soy un sibarita, un hedonista. Me consiento, me halago. De todos los placeres de la vida el que disfruto enormemente es la comida. El gusto enciende mis emociones, los enlaces neuronales toman fuerzas inconmensurables. El deleite por la comida me lleva a orgasmos singulares, si puede aceptarse que hay otros éxtasis distantes a lo relacionado con el sexo, y si no puede aceptarse, yo lo invento en mis fantasías.
No hay momento en que deje de pensar en sabores y me la paso buscando recetas, no importa que sean complicadas, que contengan ingredientes costosos, que impliquen una gran labor. Aunque todo me acarreó finalmente problemas con mi mujer, quien cierto día me dijo que el placer no es malo en sí, sino las medidas para buscarlo; ahora creo que tiene razón: atender a tus deseos personales sin importar los intereses de los demás es un riesgo, es un error.
En gastronomía, creo que los tiempos deben estar cuidadosamente planeados y guardar coherencia, así como el orden que guarda el universo. Los alimentos han de estar muy bien presentados. No hay nada más cierto que aquello de que “de la vista, nace el amor”.
¡Qué placer! Mis papilas gustativas empiezan a funcionar desde que pienso en una receta o bien la leo, y siguen trabajando a marchas forzadas. En los delicatessen, mientras compro lo necesario, tengo que tragar saliva para no mojar la corbata cuando percibo los aromas.
Compro compulsivamente lo más extravagante, leo con dedicación sobre el efecto de las especias y sé todo sobre ellas: el hinojo, la albahaca, el eneldo, el cardamomo de la India, recomendable también para las flatulencias. Y de los ingredientes, ¿qué tal el ajo?…, imprescindible.
¡Los vinos y licores! el tequila y el ron no ¡qué corriente! ¿Cómo ofrecer tales cosas a los invitados? ¡Sería sacrilegio! Desde luego, los vinos franceses y alemanes juegan muchísimo. Me encanta invitar y que me elogien: organizo comilonas, aunque a mi Chinita no le agradaba del todo. “Eres demasiado soberbio y vanidoso”, me decía.
Tengo una mujer hermosa de todo a todo, nos llevábamos estupendo y, lo principal, cocina de manera excelente. Me quería tanto, me complacía, yo era feliz. A veces me excedía y la ponía a sufrir. Nunca pensé en las consecuencias que vendrían.
En cuanto a mi inclinación por el sentido del gusto, no me ha entendido como yo quisiera. “Me transporto y siento”, le decía a mi Chinita. Trataba de explicarle, pero su sensibilidad solo captaba los sabores de una manera simple:
—¿Qué sientes, Chinita, cuando pruebas un helado?
—La boca fría, la lengua fría, la garganta fría, siento que se me quita el calor.
—Yo, cuando lo saboreo, mi lengua me lleva a un mar de calma, nado en el agua fresca y reconfortante, no solo siento que el calor se esfuma, como sientes tú, es más allá de eso, mucho más. Ahorita, este pollo al curry, me provoca una energía especial, una excitación que me hace escuchar en mis adentros una música exótica que envuelve mi ser.
—Qué cosas se te ocurren, a mí solo me sabe bien o mal, pero hasta ahí.
Era por demás. Pero qué importancia tenía, con ser tan bella y cariñosa era suficiente. Aquel día el postre eran islas flotantes, por mí preparadas. Mi boca prensaba nubes blancas, y arrojaba estrellas color fresa ¡Bellísmo! Así me ocurre con todo lo que como: maravillas que me transportan a sitios desconocidos, sorpresivos. Hasta mi China me sabe bien, y le decía:
—Sabes a menta, sabes a anís, mi lengua se conmueve y estremece al pasarla por tu cuerpo, es como un hielo refrescante que me adormece dulcemente la nariz, te quiero más cuando me sabes más. Otras veces ella me sabía a canela, y viajaba al pasado y a los panes de la abuela.
Y si voy a los recuerdos, con la pasta al pesto y su adorada albahaca, mis primeros años renacen al contacto con la Italia de mi abuela. Con lo dulce, mis tiempos de la infancia desenredan algodones de azúcar.
De repente, un día mi sentido del gusto empezó a comportarse de manera extraña:
—China ¿qué te pasó hoy? te excediste en la salsa de soya, está muy fuerte —le dije.
—Puse la misma cantidad, no sé por qué dices eso.
Y así continué con mis quejas:
—Oye, qué mal, está saladísimo, algo te está fallando.
Y seguía: “esto me sabe dulce”, “los camarones no están frescos”, “el pavo no tiene sabor”, “¿qué tiene este vino?”.
—Oye mujer, el coq au vin de esta noche estaba espantoso. La verdad, qué vergüenza con los Creel, no se quejaron, pero no nos elogiaron como es usual en ellos.
Empecé a verla ciertamente molesta y la reconforté con una noche de romance, de
—Chinita, anoche soñé con tórtolas, te ayudo. ¿Hay tomillo?, ¿hay albahaca?, debes ponerles mucho ajo y cuidar que el tiempo en el horno sea el correcto; tengo que sentir que vuelan en mi corazón —agregué, y empecé a referirle el modo de hacerse.
—¡No inventes! Cada día propones cosas de lo más difíciles. No hay albahaca, y todo ese proceso previo a la preparación me va a matar. Hoy no puedo, estoy copada de trabajo.
Finalmente, como es tan linda, accedió. Yo creo que le gustó la noche aquella porque el platillo se veía sensacional: la fuente en que estaba presentado, adornada con uvas, papas cortadas con gran arte, pequeñas cebollas con apariencia de flor y, tal como le enseñé, todo sobre una cama de hojas de plátano, señal de frescura, aparente vuelo de las aves entre las ramas de un árbol ¡Caray con mis fantasías! Pero… al probarlas ¡sentí amargas las malditas avecillas! Y con lo amargo, el dolor de la frustración.
—No. ¿Pero qué hiciste? Esto está horrible —dije—. No me hagas esto China no, no, no, me matas.
Se puso colérica, gritó que a ella le sabían muy bien, que ya no me aguantaba, que era un loco, que me preparara mis propias cosas, y más. Así lo hice y cociné para la cena una pasta a las tres salsas, con morillas —carísimas y difíciles de encontrar—. ¡Qué hambre, no había comido nada!
—¿Cómo está? —pregunté.
—Deliciosa. Eres lo máximo—, me abrazó y me dio un beso.
Procedí a enrollar la pasta y conducirla hacia mi boca. Esperé volar muy lejos y… me supo agrio, como si estuviera en un campo de limoneros que me atizaban causándome agruras. Discusión. Ahora era yo el colérico: la acusé de haberle agregado algo, patee, lancé los cubiertos y la servilleta y me fui a acostar. No la sentí junto a mí. Noche solitaria y fría, sin canela, sin anís.
Pasaron los días. Empecé a preocuparme, todo me sabía mal: salado lo que debería ser dulce; agrio, amargo o… a nada. Procuraba no hacer olas y mejor callar.
Sin embargo, sí empecé a hacer olas! Pobrecita la China, pero yo no lo podía evitar. Eran unas discusiones locas, el hecho me consumía, ya no podía comer, no dormía, me sentía mal. Si nos invitaban, hacía un gran esfuerzo de buena educación y aceptaba lo que servían ¡era una tortura!
Estaba aterrado, el destino me robaba mi gran placer y frecuentemente la culpaba, le decía que algo estaba haciendo en venganza a mis exigencias. Mi mal humor era perenne, me volví insoportable, hacía escándalos. En cierta ocasión que invitamos a unas parejas, la insulté horrible frente a ellas. Hacía muchos días que no dormíamos juntos y ni me importaba. Yo creo que a ella sí. Me volví hosco, espantoso, dejé de hacer invitaciones, perdí amigos, ya no me buscaban y yo no tenía ánimo para el jolgorio.
Quedé escuálido, sufría y todo con ella siguió deteriorándose. Ahora me decía a mí mismo: “!Ay!, cuánto me disgusta el gusto”.
Lo curioso era que a veces no me ocurría, particularmente en los restaurantes. Entonces me asaltó una idea loca: era ella. ¿Quizá quería enfermarme? Esto se me ocurrió porque me empecé a sentir mal: dolores de estómago, boca amarga, terribles flatulencias, más que de costumbre, porque era muy común en mí, para lo cual tenía que recurrir con frecuencia al cardamomo y sus propiedades. ¿Me estaba engañando con alguien, sobre todo ahora que no le daba cuerda?
—A ver si vas con un psiquiatra, estás rematadamente loco, no puedo más, me tienes enferma. ¿Cómo es posible que algo así controle tu vida?
—Qué psiquiatra ni qué nada, esos sí que están locos.
Las cosas tomaron un curso peor, la situación se volvió irremediable, y un día… se fue, y no paró en eso: hubo mucho más, no me quisiera ni acordar, pero me acuerdo. Después, empecé a reflexionar y concluí que estaba yo muy mal, ¿cómo podía pensar así de ella?
Finalmente, contra todas mis convicciones, consulté a un facultativo, y le referí la situación.
—Usted tiene un trastorno obsesivo, una pertinencia rayana en la perturbación. Es totalmente insano que alguien cifre su bienestar en algo como la comida, los placeres de la vida o cualquier otra idea fija y, ¡qué grave!, le ha costado una separación. Pero, por otra parte, quizá sea algo físico ¿oye usted bien?, ¿no ha tenido síntomas de rigidez en la cara?, ¿alguna molestia en la lengua?
—No, no tengo ningún síntoma, pero duermo muy mal, tengo pesadillas, y ni crea que en ellas aparece mi mujer, sólo platillos, platillos podridos y malolientes, e invitados que se mofan de mí. ¡Enloquezco!
—Tome usted esto, es para el trastorno; su obsesión puede controlarse, pero hace pasar muy mal a la persona y a aquellos que le rodean. Le sugiero que consulte a un otorrino; su problema está en el sentido del gusto y éste se relaciona con la nariz. Un consejo: busque a su mujer, recupere a sus amigos, a ellos no tiene que atraérselos por la boca. Olvídese del gusto, el gusto está en ella, en el estar bien consigo mismo y en la amistad verdadera.
Recuperar a la China, ¡lo primero! Investigué dónde se encontraba, preparé delicias y se las envié. No me contestaba llamadas, solo un parco mail: “Pero qué romántico eres”, decía. Sí era cierto. ¡Ah, que bruto! lo que menos quería ella era saber de comida, causa de nuestros males. Recurrí a las flores, los perfumes, una joya y… nada.
Consulta médica. Consultas, consultas y más consultas, pesos, pesos. Casi camino al Calvario. Resultado:
—Usted tiene el mal de Bell; probablemente padeció de algún virus y esto lo causó. Es una distorsión o inversión del gusto, pero es temporal y tiene lapsos de alivio. Lo que me extraña es que no tenga rigidez en la cara, porque es una relativa parálisis que afecta las glándulas, sólo observo lo que me dijo acerca del dolor en las orejas. No se preocupe, no hay tratamiento, desaparece paulatinamente —fue el diagnóstico.
¡Voy de nuevo a comer! ¡Me va a volver a gustar el gusto! pero… ¿y mi China? ¿Mi Chinita hermosa? ¡Pobrecita! creo que sufrió más que si le hubiera sido infiel, ¿o lo fui? Sí, su rival era la comida. ¿Fui egoísta? “¡Caray, tanto para nada, pero qué imbécil he sido!”, me dije.
Esperé a recuperar el gusto; después, mi esfuerzo por la reconquista y… nada. Lo que siguió fue tétrico y devastador, pero nada misterioso, era totalmente real lo que encontré. Mis libros de cocina y mi diccionario de términos culinarios completamente destrozados, así como mis implementos de cocina, ¡todas mis especias esparcidas en el suelo, en los muebles, en las macetas! ¡El curry! ¡Mi cardamomo! tan difícil de conseguir, ¿qué voy a hacer para los platillos de la India? Y, lo peor, ¿cómo voy a atacar mis graves flatulencias si no tengo cardamomo? El harina dispersa por toda la casa, así como los polvos de hornear. ¡Ay! China, ¿qué me has hecho?
Correo de la china: “Espero te haya gustado el resultado de mi visita. Te llegará citatorio para el divorcio. Causal: violencia doméstica, psicológico-gastronómica, crueldad mental. Ahora, con quien estoy, acepta la simpleza de la sopa de fideo y del arroz. Bebemos tequila, mezcal, pulque y no lo sentimos corriente. Además, las botanas son chicharrón de puerco, jícama y apio, y no tus inventos franceses del vol au vent, del choux, petit four, foie gras, ¡qué chocante! No padece de flatulencias por tanto comer, como tú, maldito demente, y me procura en la cama. Por último, he de decirte que no me veo en la necesidad de soportar tantas cosas, solo por amor. ¡Ah! se me olvidaba: no tengo que atender a tantos que te veían la cara. ¿Ya te preguntaste en dónde están ahora? ¡qué bien! ya no me desgasto en la central de abastos ni en los delicatessen”.
¿El infierno?, no existe el infierno, aquí mismo purgas todo, y estoy pagando por mi gula, mi soberbia y vanidad, por la ira y el absurdo ego.
Ya recuperé el gusto, pero no tengo apetito. ¡Sólo se me antoja mi Chinita, sabor menta, canela y anís!