OSCAR VENCES
Permanecía acostado sobre mi cama con tres almohadas apiladas bajo mi nuca, mientras leía un libro de filosofía banal. En el exterior, el choque del viento contra mi ventana producía un silbido amenazador y las olas se golpeaban con una violencia torpe. Aun así, mi concentración estaba intacta ante el aviso de tormenta, cuando de repente me vi perturbado por un ruido parecido al de una multitud de abejas revoloteando por el aire. Pronto noté que el sonido surgía de debajo de mi puerta, por donde un ejército de arena penetraba mi habitación. La colmena de partículas comenzó a volar y poco a poco erigieron una escultura femenina. Solté el libro, encogí mis piernas y contemplé, muy confundido, aquel extraño fenómeno. La mujer se edificó por completo, caminó hacia mí, desnuda y arenosa, con pasos lentos y delicados. Se sentó en el borde de la cama, donde hacía unos segundos reposaban mis pies. Ahí contemplé sus labios diminutos con un surco perfectamente contorneado, la nariz de caricatura, los ojos compasivos, los pechos diminutos; el cabello abultado y ondulado reposaba en cada hombro. “Búscame”, dijo. Luego sonrió y se colapsó sin dejar rastro de su existencia. Después sentí un viento cálido y soñoliento infiltrándose por mi nariz; mis ojos se cerraron.
Desperté justo cuando las tenues pinceladas de luz acariciaban el cielo. El oleaje se escuchaba como un ser distante. Froté mis ojos, estiré mis brazos y me levanté. Varios montoncitos de tierra poblaban las cercanías de las ventanas y de la puerta, infiltrada por las pequeñas ranuras de la casa. Decidí pasear por la playa. Afuera observé un planeta cansado. Los estragos de su furia relucían a través de montículos desordenados y en las conchas desgastadas. Una atmósfera azul grisácea y pacífica se adueñó del espacio matinal.
Caminé cerca de la orilla. Arrastraba mis pies descalzos sobre la arena mojada. Alguna esporádica gota de agua tocaba mis dedos. Un punto negro al final del horizonte se aproximaba y, con la misma atención de la noche anterior, vi como emergían extremidades de él. La vi a lo lejos, caminando en dirección contraria a la mía. Su imagen se volvía más y más nítida. Sí, era ella: la mujer que durante la noche se adentró en mi cabeza como un sueño de arena fina.