ADA ERIKA FIGUEROA
¿Por qué tienen que pegarle etiquetas a todo? ¿Por qué no se dan cuenta de que uno simplemente se enamora de alguien? ¿Ustedes nunca se han enamorado de nadie? José Emilio Pacheco. Las batallas en el desierto.
Yo me enamoré por primera vez a los nueve años de un hombre mayor, un profesionista seguramente recién egresado. En aquel momento yo no me preguntaba qué tan joven o viejo era. Calcular su edad habría sido complejísimo considerado que la responsable de tal emprendimiento era una niña que usaba tobilleras a la rodilla, se ilusionaba con la ronda de juegos luego de los deberes y se aburría en casi todas sus clases de cuarto de primaria.
Aquel hombre fue al primero que le sostuve la mirada por largo rato. Casi sin parpadear y, debo decir, que él también me la sostuvo a mí. No había lugar para la coquetería en esa inocencia de mis nueve. No me perturbaba su cercanía, ni sus manos tan pendientes de mi rostro. Me gustaba su aroma y el movimiento de su cabello.
Yo me enamoré a los nueve y comprendí que no podía nombrarlo en estos términos hasta que volví a saber de él por una nota televisiva. Un cintillo que abarcaba el ancho de la pantalla decía su nombre. Por supuesto que es él, pensé.
En televisión, le vi todos los años que antes no le supe calcular. Tal vez ya sea abuelo. Hasta ahora pude ver su rostro sin la máscara aquella que ocultaba sus rasgos de hombre. Años atrás, solo conocí su mirada, un mechón de su cabello y sus manos que, por momentos, sí me hacían temblar. Así fue. Por meses, en nuestros encuentros, yo solo podía ver sus ojos. Él, invariablemente, usaba cubre bocas mientras estaba conmigo. Como lo hacemos ahora, todos, todo el tiempo.
Entonces pienso: ¿quién se puede enamorar en esta época de tanta fragilidad y restricción para expresar los afectos?, ¿alguien podría sentirse atraído por un rostro casi totalmente cubierto, que solo se permitiera una mirada experta y ocultara la sonrisa detrás de un pedazo de tela de confección antiviral? ¿Cómo funcionan las endorfinas y su maquinaria de relojería en casos como éstos?
Y me respondo: pues yo, mirando muy poco, desconociendo su cuerpo y sabiendo nada de él, me entregué a la bellísima sensación del enamoramiento con solo nueve primaveras y dos overoles para salir a pasear los domingos.
Un año entero le mostré mis caninos, mis molares e incisivos. Le ofrecí mi maxilar con confianza y esas dos muelas del juicio que después perdí. Me aventuré a más: no falté a las citas semanales. Hice acopio de valentía para ser la primera en su lista del día. No me aterré frente la jeringa en mi boca, ni ante el sonido de ese aparato torturante que llamaban La fresa.
Él se adentró en mi más grande concavidad y la reparó con precisión. Lustró las porcelanas de esa vajilla nueva que eran mis dientes de niña.
Y, es cierto, nunca lloré. Lo miré siempre de frente con una admiración que rondaba los linderos del amor (ese sentimiento que, por obvias razones, no se podía nombrar con tan arriesgada palabra en mi memoria infantil). Pero lo vi en televisión, reconocí el timbre de su voz, su nombre completo y especialidad profesional. Era él, lo sabía incluso en la certeza de ya no reconocer su mirada y asombrarme al notar que había cambiado el castaño de su cabello por un platinado elegante. Me gustó como antes. Mucho y sin saber por qué.
Ahora no sé mucho más, solo que fui una niña extrañamente complacida con sus visitas al dentista. Una niña que hablaba de tener novios, pero no soñaba con marido. Era la que pedía como regalo de navidad un microscopio, y un kit de laboratorio con laminillas y tubos de ensayo. La que hablaba en voz alta y con timbre afinado solo para dar guerra. Yo era la que vivía exaltada muchas tardes de jueves por saberme contenta y esperando la hora de mi siguiente procedimiento dental. Nada aprendí de flirteos. Abandoné las tobilleras, pero voy de gala por la vida con overol. Amé sin que nadie se percatara. Soy una rareza que siempre resulta familiar.
Ada Erika Figueroa (San Gabriel, Jalisco, México, 1974) es comunicóloga de profesión. En 2011 publicó sus primeros relatos en la compilación: Al gravitar rotando, editada por la Zonámbula. Participó en una segunda antología llamada Hecho a breve, en 2012. Su primer libro se publicó con el título de Verdades metafísicas y cotidianas en 2014, bajo el sello tapatío Al gravitar rotando.