ANDREA J. ROLDÁN
Una voz resonante toca la puerta:
—¡Despierta ya! ¡Son las ocho y cuarto!
Es verano, el sol y la lluvia tocan con fuerza las ventanas; algunas gotas robustas se estrellan como kamikazes en plena guerra y Alicia no ha despertado aún. Su madre, desesperada, azota la puerta hasta que la abre. Toma a la muchacha por los hombros, la zarandea y le grita hasta que abre los ojos.
—¡Llegarás tarde al trabajo!
—Ya voy…
Alicia se levanta, se baña pasivamente, se sienta en la cama y, con una calceta en la mano, mira el infinito y piensa que trabajar es un fastidio, «hubiera seguido con la escuela», frunce el ceño y enseguida se contesta «la escuela también es un fastidio, sólo te enseñan a trabajar y trabajar es un fastidio; todo es un maldito fastidio». Termina de vestirse y se acomoda el pelo en una coleta sin nada de fijador que asienta los pequeños cabellos rebeldes que se salen del panorama.
Desayuna, sale de casa y se asegura de cerrar bien la puerta principal. Corre cubriéndose del aguacero con su portafolio y sube al metrobús en La Raza para dejar que el transporte lleve todo su pesaroso ser hacia el sur de la ciudad.
Alicia ha llegado una hora tarde a su oficina. Debió bajarse en la estación de Nuevo León pero la aglomeración de gente la llevó dos estaciones después. Molesta y con más indolencia que de costumbre caminó de regreso. Sabe que tiene que entrar directamente a la oficina del jefe a dar sus respectivas explicaciones y correspondientes disculpas. Es una mañana protocolaria, un día de ritual solemne. Recibe un regaño, el común: la misma saliva que su jefe le arroja a la cara al gritar con los mismos gestos. Alicia sabe que no debe de pronunciar palabra alguna, y no sólo porque hará enojar más a su jefe sino porque corre el riesgo de que una de las voluminosas esferas de fluido se anide en su boca.
Al salir de aquella oficina se reajusta el saco y se limpia la baba de su perezoso semblante para que sus compañeros no noten lo que saben que pasa a diario. Se sienta en su pequeño escritorio, hace calor, bosteza y prende un ventilador que arroja aire directamente hacia ella pero la lana del traje le impide oxigenarse. La humedad de la lluvia y el calor en conjunto con el olor de la grasa de un par de tortas ocultas en los cajones y jugo caliente, envuelven la pequeña oficina donde trabajan más de veinte personas. Dan las dos de la tarde y es hora de comer. Alicia se contonea al comedor para sacar su almuerzo, lo mira fijamente, bosteza de nuevo y después lo tira a la basura. Se levanta y camina meciéndose hasta su escritorio. Acomoda su cara entre las medias lunas que ha formado con sus antebrazos: decide cambiar sus alimentos por una hora más de sueño. En lo que Alicia duerme la gente habla: en una mesa dicen que la esposa del jefe es regordeta y fea, que su hija es bruta, que su perro no es de raza; un grupo de hombres y mujeres cuentan sus numerosos encuentros sexuales —la mayoría inventados— con otros compañeros del trabajo, una de aquellas mujeres baja un poco su escote mientras el joven que la mira se pulsa la entrepierna; a un lado un hombre toca a una de las secretarias por debajo de la falda, ninguno de los dos se ha dado cuenta de que los dedos del amante embarran a la mujer en el muslo con aguacate. Las risotadas no despiertan a Alicia.
Una compañera camina junto a ella, le propina un codazo y le indica con un gesto de precaución que su siesta debe terminar. Alicia se reincorpora y observa el reloj: tres quince, se ha pasado de su hora de comida. Mira a todos lados para asegurarse de que su jefe no anda cerca. Se limpia con el dorso de la mano los restos de pálida mucosidad de sus comisuras, bosteza y con tedio estira los brazos al cielo.
Pasan dos horas y el tiempo le parece una estupidez: «¿para qué? El escenario en el que uno corre y se apresura es siempre el mismo», piensa mientras juguetea con el mouse y mira en su computadora las noticias relevantes del día: La crisis de la economía en… Hemos encontrado a… Alerta Amber… La guerra comenzó… Entre otras noticias… Han muerto veintitrés mil… El presidente es… el amarillismo y la politiquería le parecen más interesantes que su monótona usanza. Bosteza. El cielo palidece su fachada y la luna comienza a exhibirse por su ventana para avisarle que es hora de partir.
Alicia sale despacio de la oficina, cierra y se asegura de haber apagado todas las luces y de no olvidar nada. Al encuentro con la calle la detiene otro bostezo. Sube al metrobús, un olor a perro mojado la enternece, la lluvia ha puesto a todos los pasajeros como animales indefensos; en la pantalla del transporte se vislumbra con letras verdes, rojas y blancas, bien repartidas a lo largo de la oración, Peña Nieto ha diminuido la inseguridad en el Estado de México. ¡Me comprometo y cumplo! Inesperadamente un par de pupilas color miel llama su atención, observa hacia su lado izquierdo y nota que un hombre la mira con encanto. Alicia esboza una sonrisa y el hombre le devuelve el gesto. Durante el trayecto fingen una defectuosa indiferencia: ella se toca el pelo mientras lo vigila por el reflejo de los cristales, él pasea la mirada por las publicidad de la calle y los labios de la joven y ambos bajan la vista cuando sus ojos se encuentran.
Es hora de apearse en La Raza, Alicia se da cuenta de que aquel hombre de aparición placentera y atractiva camina a unos centímetros de sus tacones resonantes. Se siente excitada, fantasea con la sensación de que sus nalgas sean tocadas por aquel desconocido, de que le pida su teléfono, que le pregunte su nombre, la acompañe hasta su casa y le bese el cuello en el portón. El andador que conduce a su hogar se vuelve cada vez más estrecho y su impaciencia más grande. Quiere acariciarlo, abrazarlo, preguntarle dónde vive, cómo se llama su gato, dormir con él y escuchar un te amo por el resto de sus mañanas. Alicia, a pausas por paso, se detiene en seco y bosteza, finge que aún no se ha dado cuenta de que la cercanía del hombre la seduce y la enciende. En ese mismo instante, un estruendo con olor a pólvora se escucha y la bala perfora su tórax. Alicia cae de bruces al piso, el hombre se acerca rápidamente y la esculca, sus zapatos que allanan las hendiduras de los charcos salpican de agua sucia las medias de Alicia y los pantalones del sujeto. El hombre le roba todo lo que encuentra. A lo lejos una cumbia baila con el estrepitoso motor de un automóvil, los ambulantes desarman sus puestos y las ratas comienzan a escribir sus informes de gobierno.
Alicia, que aspira con malestar el olor del cemento húmedo y la ceniza de su carne quemada, se mueve con dificultad, se acomoda en posición fetal y el frío del suelo se vuelve cálido y blando como almohadón. «Por fin». La sangre diluída en el agua del asfalto comienza a cubrirle el cuerpo como una manta. Entrecierra los ojos y observa cómo una decena de diminutos granos de lluvia se atoran en sus pestañas y golpean dócilmente sus córneas. Alicia da un gran bostezo y cierra, condescendiente, sus fatigados ojos.