El poeta Héctor Carreto en la presentación de “Clase Turista”, ( 28 de octubre, 2012) con los presentadores Grissel Gómez Estrada y Ricardo Yáñez, en la Feria Internacional del Libro 2012 en el Zócalo de la Ciudad de México.
CARLOS SANTIBÁÑEZ ANDONEGUI
El estilo original de Héctor Carreto que cuestiona la solemnidad tradicional con que enfrentamos los grandes temas de la filosofía, contrastándola con la espontaneidad y el humor de la vida cotidiana, asume en Clase Turista, la modalidad de hacerse extensivo a una de las nociones más interesantes de la realidad humana: el viaje, el ir de camino.
Somos almas en viaje, nos define estruendoso ruido amarillo: “es la luz lenta que rueda hacia la cumbre, / el alegre tranvía con su carga de almas”, dice al viajar a Lisboa.
Al venir a la vida y transitar por los variados géneros de emoción que nos depara el viaje, todos somos un poco, a querer o no, “Turistas de oficio”, título que el poeta asigna a la primera sección, donde confiesa una picardía que posibilita y fundamenta todo lo demás: “Viajé en clase turista, / pero escribiré que lo hice en primera”. La picaresca no es enemiga de esta forma de conocer el mundo, esto es lo insólito en Héctor Carreto: “En toda ciudad / que por primera vez visito / veo Troya / y tras sus muros siempre busco el botín: / la lanza de Héctor / el dardo de Paris / o las pulseras de Helena. // ‘A veces regreso a casa con un cenicero”. Los extremos se tocan: al rasgo lujurioso corresponde el más alto afán filosófico en su poema final “Cacería”, un homenaje a la brevedad, y que podría asumirse quizá, como uno de los poemas más breves del mundo: “A ese viaje fui a buscarme y me perdí”. La conciencia del ser en movimiento atrae en la sección “Travelling”, se le percibe con algo de locomotora, es esa Europa por dentro, no ya la niña mimada del euro, o la anterior, la de la libra esterlina, sino la que se podía andar de Versalles a París “en un viejo tren sacado de las películas del viejo oeste, lento, ruidoso y con asientos de madera”. Esa Europa que tiene que ver con el concepto que nombra otra sección: “Propinas incluidas”, en que una voz autorizada le hace saber: “En este paquete están incluidas todas las comidas, y no se preocupe usted por las propinas; en Europa no se acostumbra dejarlas”. ¿Qué fue lo que hizo el protagonista?, que nos lo diga él mismo: “Con las propinas junté para el viaje”.
La malicia del visitador consiste en quitar lo aparente para dejar al desnudo la verdad, en donde se ha quedado olvidada, resbalada, aunque para ello deba pagar el precio de la fama: “Prefiero a la rubia en bikini / que la desnudez virgen del museo”. La mayoría pasa por la vida, recorre su ciudad, su tiempo-espacio a fuerzas, porque no le queda otra, es turista de oficio y como tal se forma y se conforma, no se vaya a decir que se ha dejado espantar por su incomprensión de la lengua local. Mejor aparentar que todo va bien, el show debe continuar, no le ocurra embriagarse, extraviarse en callejones porque —y aquí tenemos el primer clamor, la primera acometida profunda del poeta— podría gustarle. La sección intitulada “Cielorraso” reúne paradojas de este país cuyo drama no se ha escrito del todo. En Monte Albán “escucho a un niño / contar a extranjeros, / a cambio de una moneda, / leyendas no escritas”. El poeta toca, sin alardeo, ciertas claves de la mexicanidad. Así, ante el mar de Campeche se estrella con el silencio / del más alto muro negro. Entonces se pregunta: “¿Estoy en la frontera de Campeche / y el fin del universo?”. Y él mismo se responde: “Tal vez Dios, el gran muralista, / debería poblar con luna, astros, / lanchas, mar, peces, / ese vacío de vértigo”. Su conclusión es terrenal, si le dirigiéramos la pregunta que él mismo se hace en su faceta crítica al presentar la antología poética de la ciudad de México (La región menos transparente, 2003) ¿cómo huir?, ¿cómo salir del laberinto?, no anclaría la respuesta en el misterio final, no pediría permiso a la casi totalidad del género humano, para reducir su “Dios en la tierra”, a “Un suelo donde los muertos / asustan a los vivos”. Esto que brilla bien en el sarcasmo de la sección “Tres poemas españoles” hace pensar que así es Héctor Carreto, dibujado en la siguiente estrofa de escándalo: “Si Dios nos baja ángeles, / ¿por qué nosotros no podemos / subirle uno?”
La mirada traviesa, por no decir terrible, de Carreto seduce al lector en todo momento, quizá porque en el fondo es dulce. Juez de época conoce el lado flaco de la misma, mas su ironía no debe confundirse con la burla. Por ejemplo, nos dice que el turista de más alto vuelo es el que “de Kriptón trajo una piedra verde”. Entendemos que alude a Superman, el héroe de kriptonita y capa roja, pero que aquí no intenta vuelo alguno, usa la capa “para poner sus pies en tanto lee historietas”. Si la crítica llega a ser punzante, irreverente, lo es en la medida en que identificaba Perse al poeta como aquella “mala conciencia de su tiempo”, lo es en momentos de posar su mirada en casos como el del turista poeta que va saqueando versos de célebres difuntos y los hace pasar como suyos, el del turista virtual que ni siquiera se mueve de su silla, constituyendo así un verdadero reto que la modernidad ha aportado, o el de la señora con poder que acumula lo autóctono para lucirlo en un festival, no porque lo entienda, pero el pendiente del viajero puede más que el conjuro del juez o la avidez del espía.
Ese pendiente se nota sobre todo ante el grupo de “turistas amarillos”, que no traen ninguno de los acostumbrados signos para otear la realidad y enseñorearse de ella como lo han hecho en el mundo, católicos, cristianos, anglicanos o gringos; son turistas entendidos en ventas, lo que habla ya de un porvenir flamante para ellos pero incierto para los demás. Amarillos, coreanos, chinos, que sin parar mientes ya ponen el precio real, su tesón para el libre comercio se expresa en valor real. Por otra parte, está vaticinada una guerra entre el bloque de libre comercio representado por Asia y el bloque hegemónico de la América del Norte. ¿Será verdad la consigna hace tanto leída entre el misterio de la Gran Pirámide: “Cuídense del Poder Amarillo”? Es el único momento en que el poeta se apura, y su misión se torna profética. Recordemos al modernista inmortal que entrevió la amenaza del Norte como “al fondo, un Coloso que avanza el Pie”, atisbada también por nuestro gran Darío en su Oda a Roosevelt, así el poeta infunde su dosis de escalofrío ante la entrada de la nueva luz “ámbar” en el templo. Teme por la amenaza joven de nuestro tiempo, el poder amarillo, y alerta: “Se creen con derecho. / De seguro también cazan ballenas / sin quitarse los zapatos”. Hay que decir que en todo momento, el poeta sostiene la intensidad de su propuesta en el color. Celebra cuadros, pintores y, en su armonía, “todo a la fiesta del color arroja”, como acertó a escribir Concha Urquiza.
La siguiente sección es “Made in USA”, un mal no tan amargo, quizás un mal menor, a la manera en que lo vivimos los latinos: nuestra imaginación es objeto de comercio por esa sociedad de consumo que al mismo García Márquez ha comprado en calidad de latin american curious, pero a la que creemos factible tratar de entender, o darle al menos el beneficio de la duda. “Ante el Cementerio de Arlington”, poema de voz certera, no maniquea, está dedicado a sus seres más queridos, su esposa la poeta Dana Gelinas y sus amadas hijas Emilia y Renata; hecho de palabras que van directo al grano para ser meditadas allende nuestras fronteras, la inquietud personal que a mí me deja es ¿por qué la guerra tiene que ser un negocio? Habría que elevar ante la Unión la fuerza y el ideal de un Abraham Lincoln, para hacerlos conscientes de sus límites, y animarlos a no ver en la guerra únicamente un frío, calculador negocio… En “Paseo de Gracia”, con su acostumbrada antisolemnidad, repone: “Mi único fin en este viaje fue retratarme ante los cuatro edificios de la “Manzana de la Discordia”: Fue en vano: un enorme bando que decía NO A LA GUERRA cubría las soberbias fachadas”. “Cementerio de Arlington” es un poema en cuya brevedad hay una crítica amable, pero intensa a unos Estados Unidos de América cercanos a nosotros, pero también al peligro latente del Destino Manifiesto. Qué tan habitable es su mundo. Como dice el poeta que toma para ello de ejemplo los lienzos de Edward Hopper: “¿Podremos habitar ese cuadro?”. El letrero dice claramente, con el sabor del victorianismo, de las “buenas conciencias” y los enredos de bien y mal que fermentaban ya en los principios de las atrocidades de Hitler: “Aunque paguen, los turistas / sólo pueden ver, no tocar”. Algo que en realidad está bien, pues ¿qué ocurriría si cada turista tocara un cuadro? Pero, ah, cuánto de humano ha faltado no en lo que se piensa, sino en el modo de llevarlo a cabo. ¿Si esa sensatez y esa humanidad, que hay también allá, les animara a reconocer que en política, la forma es fondo, cambiarían? Ahí donde el corazón sufre y sigue el paso de los pies descalzos de los hippies, hasta llegar a un lujoso hotel de San Francisco en que el paso se transforma en ráfaga, el lujo se salpica de tonos imperiales y uno es, con el poeta, “Julio César durante quince minutos”, hay quien vive de la nostalgia de la New Age, del furor de la generación beat y los llamados de paz y amor. ¿Qué tal si el llamado del poeta más allá del río Bravo alcanzara a salvar un corazón? ¿Imposible? No del todo, porque la esperanza, compañeros turistas, muere al último.
Héctor Carreto (2012). Clase Turista. México: Versus / Posdata Editores.