El ensayo es un género que desde su aparición formal con Michel de Montaigne no ha dejado de desarrollarse a través de múltiples formas y sentidos. Para Montaigne el ensayo, el tipo de textos que estaba haciendo, era una charla consigo mismo sobre libros, preocupaciones filosóficas y vida cotidiana con el fin de darse a conocer a sus amigos y familiares de manera más íntima, sobre todo para que lo imaginaran a través de sus textos después de fallecido. Francis Bacon al leer los textos de Montaigne observó con lucidez que la palabra con la que Montaigne denominó el género que estaba creando era nueva, pero la cosa era vieja.
Esta charla con uno mismo ya la habían establecido los filósofos estoicos romanos tanto en sus meditaciones como en sus cartas, por ejemplo, pero es sobre todo a partir de la sistematización del discurso epidíctico que Menandro El Rétor establece en Dos tratados de retórica epidíctica que “la charla” como género adquiere cierta semejanza con lo que ahora consideramos “ensayo”.
Esta charla se ha desarrollado de múltiples formas a partir de Montaigne, e incluso hay tantos subgéneros dentro del ensayo que hay quien ha llegado a afirmar que cada texto podría inaugurar uno por los matices con los que se escribe.
Con el siguiente ensayo poético escrito por el periodista y abogado mexicano José Alvarado, cofundador junto con Octavio Paz de la revista Barandal, queremos abrir de nuevo esta sección de la revista Nocturnario.
Las escaleras[i]
Hay escaleras hermosas. Una, por ejemplo, es la del Colegio de Minería. Pero otras son horribles; esas, por donde llegan a sólidas alcobas los desesperados. Existen, verbigracia, en Los Ángeles, por Main Street, hoteles sombríos cuyas escaleras interiores parecen llevar a cuevas siniestras donde la soledad, bajo una lámpara opaca y amarilla, ciñe las almas de los huéspedes. Una puerta abajo, con los vidrios sucios y luego los peldaños, grises, con huellas de pasos sin esperanza y cigarros apagados. La gente ―un negro, un chino, un mexicano, una mujer morena o una rubia apagada― asciende casi con odio, casi con dolor, casi ausente de lo humano, casi como un bulto de rencores, casi…
En Amsterdam las escaleras también son tristes. Pero no tanto. Escaleras de hoteles de marinos, olorosos a brea y a ginebra, a tabaco plebeyo y amores descompuestos. En París huelen a jabón barato y a madera húmeda. En México a trapo mojado y a pasión desvanecida. Pobres escaleras.
Y, sin embargo, los novelistas no se fijan en ellas, ni dedican una línea a su madera fatigada. Pero los personajes de las novelas y de la vida han de subirlas. También los mismos novelistas.
Graham Greene se refiere a una escalera donde un peldaño cruje. Pero nada más. Algunos autores de novelas policiales las aluden con tenue sombra de misterio; las rechazan luego.
A pesar de todo, las escaleras suelen ser personajes importantes. Una novela, según se sabe, hubiera enriquecido la sustancia si el autor hubiera tenido mayor cuidado con las escaleras.
Casi todas las escaleras tristes son de madera: gimen bajo el peso de los seres. Casi todas las bellas, en cambio, son de piedra y alcanzan un préstamo romántico.
Lo mismo hay, por cierto, melancólicas y sucias escaleras de piedra. En Roma, en las viejas casas de México, en Montparnasse, en Cuernavaca, en Valparaíso y en Helsinki.
Pero la literatura prefiere escaleras de nulo o dudoso prestigio.
Y no deja de ser un olvido.
“Correo menor” en Excélsior, Diorama de la Cultura, México, 18 de octubre de 1959.
[i]Citado en: Martínez, José Luis (1995). El ensayo mexicano. T. I. México: Fondo de Cultura Económica, pp. 334-335.