ISABEL MÍNGUEZ LÓPEZ
Por lo común prestamos más atención al momento de ir a dormir, aunque despertar parece que no es importante, total, todos lo hacemos de una manera natural, no es así, porque despertar es una gran aventura.
Está el despertar sosegado, tranquilo, lleno de energía y vigor. Ese que sobreviene después de una noche de plácido descanso, como cuando estás de vacaciones, o el de los bebés que todavía no saben de qué va esto de vivir.
Hay despertares que sin abrir los ojos ya sientes la presión de todo lo que tienes que hacer en el día y por unos segundos, pues la carga de cosas a llevar a cabo no te da más chance, te quieres esconder bajo las sábanas y que el día no te encuentre.
Otros despertares son lánguidos, plácidos, remolones. Recuerdas el sueño tan rico que tuviste que ni quieres abrir los ojos, a ver si el sueño te encuentra de nuevo y te vas a disfrutar un ratito más con él.
Qué decir de despertar en un avión o en el autobús. Te encienden todas las luces sin apiadarse de ningún pasajero, te reparten un desayuno que ni hambre te da o te lanzan al exterior sin tiempo de encontrar el guarache que perdiste bajo el asiento y todavía no reconoces si estás en el sueño o ya despertaste. ¡Vamos, que no sabes ni a qué viniste ese día!
¡Ah!, pero despertar después de una noche de juerga ese sí vale la pena conocerlo. Y si previamente al sueño estuviste acompañado de alcohol, no hay palabras. Sientes primero las náuseas o el dolor o los dos juntos. Abres los ojos, intuyes que va a subir la intensidad de lo que estás viviendo. Así que mejor lo dejas para otro momento.
Cómo podemos olvidar cuando despertamos de una siesta accidental. Sí, esas que sobrevienen en cualquier momento del día, porque el cansancio ya te ganó y los ojos y el cerebro se desconectaron sin tu permiso. Abres los ojos como plato, pones cara de aquí no pasó nada y te preguntas qué fue lo que te sacó de tu aturdimiento y por qué todos los compañeros de viaje están volteados a mirarte. Hasta que tristemente y con mucha vergüenza reconoces que un ronquidote se te escapó en medio de tu “coma cerebral”.
¿Y despertar en medio de la noche, después de escuchar un ruido? Levantarte sin saber dónde estás o a dónde vas —y que además te has llevado la puerta abierta del cuarto de baño con la nariz—, no percibir qué parte de tu cuerpo está despierta mientras sientes el dolor y localizas tu posición en el planeta. Es de nuevo el ruido el que te guía, porque tu sistema de alerta automático te comunica que la gata está jugando con una canica en la sala y en cualquier momento puede llegar la vecina de abajo a pedirte que sacrifiques al animal en lo alto de la Pirámide del Sol. Agarras la gata y la metes en la cocina, porque a oscuras, con dolor de nariz y sin saber si estás despierta o dormida, está en chino encontrar la canica, y te regresas a dormir. En la mañana evaluarás los daños.
Pero el despertar que no cambio por nada es ese que primero sientes caricias, luego besos, y disimulas haciéndote la remolona para sentir más: el día puede esperar, mientras a tu lado tus pequeñas juegan con tu pelo, besuquean tu cara, tratan de abrirte los ojos y te describen sin comas ni puntos el sueño que tuvieron.