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Sentir de nuevo

EDUARDO ROBLES

 

No soporté más estar encerrado en mi casa y fui a buscar a Isaac. Él vivía en la penúltima casa de una calle de adultos, llena de fábricas de triplay. La fachada era naranja con una franja roja en la base; pequeña, de una sola planta, estaba impregnada de un olor a salsa y maricos.

―Isaac, ¿vas a salir? ―grité, usando las manos como megáfono.

No hubo respuesta. Escuchaba Metallica y el ruido golpeaba los cristales.

Volví a gritar.

―¿Vas a salir?

Él, con su parsimonia característica, abrió la puerta y se asomó. Hacía una semana que no lo veía. Con chamarra de mezclilla encima, agitaba la cabeza y tocaba un bajo imaginario. El resto de la gente luciría estúpida haciendo una cosa así, pero a Isaac le va bien.

―No, voy a ir a trabajar ―cortó rápido.

Ni siquiera escuchó la pregunta; estaba más preocupado en que no se le escapara ninguna nota. Arrastró un tabique con el pie frente a la puerta abierta: significaba que podía pasar.

Adentro no había luz. Los muebles estaban extrañamente acomodados y pulcros; la ropa: doblada y en su lugar. Parecía la exposición de algún museo, “sala de una familia de principios del Siglo XXI”.

La última vez que vine fue con mis padres, y con el resto del vecindario; era de noche. Aquella vez, el foco amarillo colgaba en el centro: alumbraba la sala, intermitente, mientras los rezos se sucedían. Habían movido los muebles para que la gente pudiera entrar y dar el pésame. Isaac estaba sentado en la primera fila, junto a sus tías; su padre, de pie en el umbral de la puerta, observaba, distante, tal vez pensando en algo más.

Isaac se levantó a colocar otro disco: la Sonora Matancera. Lo odia, pero era el favorito de su mamá. Salía molesto de la habitación cada vez que sonaba, y la señora, burlona, le gritaba: “Órale. Vete, enojón”. El coraje de su hijo no le impida abrazarlo, besarle la frente, para después dejarlo libre.

Me senté junto a él.

―Vamos a las canchas.

―Hoy no puedo. Voy a ir con mi papá.

Se quedó en silencio, la mirada en el vacío. La música de carnaval llenaba los espacios.

―Si vienes conmigo, va a ser más fácil.

No me pareció descabellado, ya lo había hecho antes. Isaac me invitaba seguido a trabajar en la marisquería; con las propinas de ambos, juntábamos para algún disco o un balón de futbol. Era bueno para los dos.

El restaurante era una vecindad de tres pisos adaptada a marisquería: un pequeño enclave del Pacífico en medio del tráfico y los espectaculares de la ciudad.

Los meseros subían y bajaban con platillos sobre la cabeza, el ceño arrugado y gordas gotas de sudor.

―¿Ya estás tú también aquí? ―nos recibió un señor en la planta baja.― Tú y tu papá son igual de necios. Apúrate, está en el tercer piso, ya tienen mesas.

La gente se apretaba en las escaleras; el primer y segundo piso se llenaban rápido. En el tercero, el de menor demanda, quedaban mesas disponibles. Aquí trabajábamos.

Su papá ya se ocupaba en traer los platillos. Nos vio y nos saludó con un leve movimiento de cabeza.

―Arreglen aquellos manteles.

Isaac se quedó quieto un instante, clavado en su sitio. Aquí no eran más que colegas. Él comprendía y se puso en marcha. Sólo que, quizás, otras palabras habrían sido mejores.

Mi parte del trabajo era fácil y, en cierto modo, inútil: cortaba panes de la manera más proporcional y simétrica posible. De vez en cuando, si Isaac o su padre estaban ocupados, también atendía y arreglaba mesas.

Isaac comenzó de inmediato. Primero atendió a una pareja joven, con dos hijos apenas más chicos que nosotros. La niña jugaba con su hermano; trataban de recordar la letra de una canción de moda, pero no daban con ella. Su padre les llamó la atención.

―Ya, Jorge, Andrea.

Isaac se acercó a la mesa y preparó su pluma. Al estar junto a ellos, me dio la impresión de ver a Isaac ensombrecerse. Hacía tiempo que su padre no le regañaba. Tal era el silencio, que no recordaba la última vez que le dirigió la palabra fuera del trabajo. Eso, al menos, me contó.

―Me vas a dar dos mojarras, un coctel, y dos pescados pequeños, a la plancha.

Mientras tomaba el pedido, los niños hallaron la melodía. Al unísono, aunque desafinados y con tropiezos, regalaron una interpretación honesta.

―¿Para tomar?

―Dos Victorias.

―Enseguida le traigo la orden.

Salió y por el rabillo del ojo volteó a ver a la familia. Se dio permiso de olvidar la orden por un momento y contemplarlos desde la última mesa. Los adultos platicaban de vender ropa para un dinero extra; sus hijos jugaban con los cubiertos.

Apretó la pluma en el bolsillo con toda fuerza, hasta que la mano se tornó roja y los nudillos, blancos. No había nada de extraño en ellos y, sin embargo, Isaac estaba intranquilo. Quizás hubiera querido desaparecer, destruir aquella escena ridícula. “Mentirosos”, masculló al pasar a mi lado.

Entregó el pedido a la cocina. De regreso, en medio del vapor de las escaleras, distinguió a su padre; no cruzaron miradas, no se hablaron. Se sentó en un banco, próximo a donde yo estaba. Con la cabeza recargada en la pared y atención fija sobre el cuchillo entre mis dedos, juró que no se lo volvería a permitir: sentir de nuevo.

Entraron dos jóvenes cubiertos de sudor. Llevaban camisa de vestir y pantalones beige; uno, con barba tupida, el otro, completamente rasurado. Isaac los atendió mientras yo limpiaba algunas mesas.

―¿Qué va a pedir, licenciado?

―Lo que usted mande. Total, hoy no pago.

Las carcajadas eran feroces.

Colocó las respectivas cartas sobre la mesa y esperó a que le ordenaran. No podía quitar la vista de la mancha bajo la axila del tipo barbudo; despedía un olor a ajo, loción y dulce de menta: violaba el olfato.

―Me prometiste culos.

―Cálmate. Te dije que saliendo de aquí.

Inspeccionaron el comedor y se detuvieron en la mujer de la familia que Isaac había atendido primero.

―Mire, licenciado. ¿Se la come?

―Carajo, qué pedazo de hembra.

La joven esposa platicaba con su pareja y acariciaba la frente de su hija, dormida sobre el regazo.

―Cómo quisiera hacerle el amor ―insistió el joven de la barba, con el rostro desencajado y un hilo de saliva en ambas comisuras.

Los tipos se secaron el sudor de la frente, ahogados en fantasías. En cuanto salieron del trance, se percataron de Isaac.

―Dos mojarras, jovenazo. Y dos cervezas.

Volvieron a la actividad contemplativa. El joven sin barba sentenció:

―Sí la destrozo.

Al alejarse, Isaac vio a su padre a unos centímetros detrás de él. También escuchó, pero no hizo nada. Los dos siguieron con las tareas. Cada quien tenía un puesto designado y había que vivir acorde a él.

Recuerdo que, camino al restaurante, Isaac me preguntó:

―¿Es malo no poder sentir?

No contesté.

 ―A veces creo olvidarla. Su rostro se pierde y la confundo con la cara de otra mujer. ¿Soy malo si ya no puedo acordarme de ella?

Caminábamos lento y nos quedamos callados. Era la primera vez que hablábamos de lo sucedido.

Lo único que supe fue lo que los adultos repetían: la señora salió a la tienda a primera hora de la mañana, tres hombres la atacaron y dejaron el cuerpo en medio de la calle. Isaac dejó de salir desde entonces; las imágenes lo torturaban. Murió, así, sin significado, sin heroísmos. Destrozada.

Se sucedieron los días, su padre volvió a las jornadas y la gente pasó a otros menesteres. “Es mejor olvidar; nadie quiere ese peso encima”, dijo alguien durante los rosarios. El padre se quedó quieto, sin gritar, sin maldecir. Isaac odiaba esa calma; era como si hubiera abandonado el cuerpo, como si hubiese olvidado respirar. “Dios nos pone pruebas”, dijo al viudo una de las tías, mientras lo abrazaba. Pero él ya no tenía más qué ofrecer. Estaba cansado.

Isaac y yo, con las plantas de los pies adoloridas, nos sentamos a comer. Su papá encendió la tele y salió a fumar: tampoco tenía trabajo. Era noche y veíamos las noticias con las luces apagadas.

Mientras cortábamos el pescado, Isaac murmuró:

―No quiero olvidar a mi mamá. Tal vez nada de esto es cierto ―sonrió―. Tal vez ella está en la casa, esperándonos.

Se recostó sobre la mesa y tamborileó una última canción: un compás alegre y festivo.

 

Eduardo Robles (Ciudad de México, 1994) es estudiante de la licenciatura de Derechos Humanos y Gestión de Paz en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Asiste al taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes desde 2016.

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