ARTURO IRRA
―Oye… ¿cuántas veces dijiste que puede aletear un colibrí por segundo?
―El mismo número de pecas en tu espalda, pero si me dices que aterrice y me deje de pendejadas, son noventa.
―Eres un amor.
Dejo caer un chorro de café dentro de mi taza, las primeras gotas salpican las paredes blancas de la pieza de cerámica.
―-¿Por qué me lo preguntas?
―Por nada, solo que me pareció lindo.
―¿Qué?
―Que aquel chico se haya tatuado uno cerca del cuello. Creo que también se rayó “Mary” en el cintillo, ¿crees qué lo dedicara a su madre o a alguna chica? ―Sonríe levemente antes de darle un sorbo a su té y entrelazar nuestros dedos.
La primera vez que le platiqué sobre esas pequeñas aves fue cuando nos conocimos, durante mi clase de fotografía, unos cinco meses atrás. La verdad es que no conozco mucho del tema, lo que le platiqué lo había leído una noche anterior. También le mentí sobre que era muy bueno dibujando retratos; estúpido Di Caprio y sus mujeres francesas. A lo mucho puedo dibujar una mesita de madera.
―Me gusta que sabes lo que quieres.
―Te quiero a ti.
Vuelve a posar sus labios sobre el contenedor, da un sorbo, se inmuta por un lapso de cinco segundos, después como sí su plan hubiera funcionado, su actitud da una voltereta.
―Bien. Tú también me gustas, pero tendrás que esforzarte porque no soy ninguna chica fácil y si me convences puede que algún día logremos tener algo más íntimo, pero no lo lograrás hoy, lindo profesor ―dice con un ligero movimiento de cabeza y cuerpo, me reta y seduce, como una Cascabel.
Levanto la mano para hacerle señas a la mesera de me prepare la cuenta; salimos, nos subimos a un taxi. El día es nublado y el viento, que parece haberse escapado de algún congelador, la empuja a acurrucarse entre mis brazos. Algunas gotas revientan en el parabrisas del vehículo.
―¿A dónde los llevo?
―Al hotel más cercano. ―El chofer pone a andar la máquina sin mirarnos por el retrovisor; un gesto muy elegante de su parte, algo de lo que las nuevas generaciones no entienden: discreción.
Llegamos al edificio y le ofrezco al conductor duplicar la tarifa si regresa por nosotros al amanecer. El lugar está decorado con cuadros enmarcados de dorado, hay una alfombra roja, vieja y sucia, mientras que un olor a humedad ambienta los pasillos; no era momento de exigencias para un lugar donde se consume el pecado. Pago el alquiler de la habitación y subimos al tercer piso.
―Ponte cómodo.
Se quita las zapatillas, sin darse cuenta que al agacharse se le repintan las nalgas en la falda. Intento contenerme, pero a mi edad ya no puedo andar con pendejadas cursis. Me gana el Diablo y los tirantes de su blusa caen; el brasier y la falda la acompañan en el piso.
Nos consumimos en sudor y gemidos, mientras sigue lloviendo, los vidrios del cuarto se empañan por el contraste en la temperatura.
―¿Qué crees que piensen los demás profesores si se llegan a enterar de esto?
―Me importan una mierda.
―¿Y qué crees que piense tu mujer? ―tira un zarpazo mientras acurruca su carne a mis bolas.
Se voltea y me da un pequeño beso.
―Ya no quiero que nos sigamos viendo a escondidas, amor ―dispara o “coquetea” como ella cree, aunque de eso no sabe casi nada y lo poco que logra es inconsciente, como cuando estábamos en la cafetería.
―¿Cuál es la prisa?
Abro la cajetilla de cigarros, enciendo uno. El humo entra y sale de mis pulmones mientras la noche parece ir más despacio. La luna permanece estática frente a la ventana, nos mira como un gato antes de lanzarse sobre una rata.
Janet, desnuda, se contonea hacia el refrigerador al ritmo de Like Smoke de Amy Winehouse, a eso me refería con su seducción natural y no esas caras estúpidas y pucheros de niña chiqueada, tiene la esperanza de encontrar algún bocadillo.
Mi sangre vuelve a hervir. La tomo por la espalda y le reviento unos diez besos al cuello, comenzamos lentamente a husmear en el sexo del otro; siento como sus piernas tiritan y no precisamente por el frío, parece que se fuera a colapsar. Comenzamos nuevamente a escurrir sal de mar.