LUIS INGA ARMAS
El profesor Haan dudo entre entrar o pasarse de largo.
Sabía lo que el 405 de la Calle Real significaba: María de los Ángeles. Tomó aire y, poseído por un raro convencimiento, subió los cuarenta y dos escalones que lo desembocaron en una sala de espera con una mesita de cristal en el centro. Se sentó en una de las sillas de estambre y ojeó una revista descolorida.
Estiró las piernas y acomodó sus manos en los bolsillos de su pantalón; acarició el recorte con el anuncio de la pitonisa que le diera su amigo Luis. Es una locura, se dijo. Me voy, antes de nada. Pero, cuando ya se había levantado, salió María de los Ángeles.
—Adelante, joven. —Dijo ella y después de sonreír se metió a su consultorio. El profesor Haan la siguió hasta una habitación de dos por dos. Un Corazón de Jesús lo miraba fijamente desde una de las paredes; una mesa con un mantel bordado y dos sillas talladas completaban una escena que sospechosamente le parecía familiar.
—Siéntese. —Dijo María de los Ángeles sin dejar de sonreír y sin quitarle los ojos de encima.
Haan se sentó. La silla se movió a un lado sonando como si fuera a romperse.
—¿Cómo te llamas? —Preguntó la bruja.
Haan se distrajo en un banner enorme que era igualito al recorte que tenía en sus bolsillos.
—Haan. —Dijo, al fin, tratando de aparentar seguridad.
—¿Haan? Vaya, veo que sufres de amor.
Haan estaba seguro que eso se le podía ver en la cara.
—Bueno, algo así. ¿Cuánto cuesta una mesada?
—Diez soles. —Dijo con amabilidad María de los Ángeles.
¿Era prudente pagar tanto por una sola pregunta que, además, era producto de su inseguridad y sus celos?
—Bueno hijo, el tiempo es oro; así que dime tu pregunta.
Haan dudó una vez más, pero resuelto se adelantó y balbuceó:
—Es sobre mi novia. Está embarazada, pero quiero saber si es… si es mi… hijo. ¿Comprende?
La frase le sonó estúpida y pensó si María de los Ángeles se reiría de un momento a otro. Para su sorpresa la pitonisa no hizo el menor gesto de burla o incredulidad.
—¿Cómo se llama tu novia?
—Carmen.
Haan observó la mesada en silencio con la esperanza de que terminara rápido y así salir de tan calamitoso estado. Cómo podría él dudar de Carmen, la muchacha que lo había amado sin reparos. Estaba seguro de que María de los Ángeles, ya sea por verdad o por conveniencia, le diría que el hijo que esperaba Carmen era suyo. Y que pasaría por inseguro y tonto. No importaba, había que salir ya.
—Hijo, ¿cuánto llevas con Carmen?
—Un año y dos meses.
—Cuántos años tiene Carmen.
—23. —Haan se preguntó a qué venía todo esto. De seguro que, como su amigo Luis decía acerca de las pitonisas, eran todas unas farsantes, hábiles en leer los rostros y las emociones; legítimos discípulos de Freud.
La pitonisa echó tres veces las cartas. Y una más.
Haan extendió las palmas de sus manos y secó el sudor en sus muslos. ¿Qué esperaba la bruja para decirle que era un tonto y que había echado a perder diez soles?
—Hijo, no puedo leerte las cartas. Tampoco puedo responder tu pregunta.
Lo sabía, se dijo Haan, sabía que esta bruja me pediría más plata.
—No te cobraré nada. Pero vete ya. De una vez.
¿Le había adivinado el pensamiento? No era posible.
—Está bien.
Fue un error venir.
Pero algo prendió en su interior ni bien pisó la vereda de la Calle Real; una angustia incontrolable. ¿Sería su amigo Luis? ¿Pero cómo? Al principio trató de olvidar todo, regresar a su departamento, prepararse un pan con mantequilla y distraerse en la tele. Pero no dejaba de pensar en lo que la bruja había callado. ¿Sería Luis? La idea crecía como una sombra a sus espaldas.
Caminó hasta la Plaza Constitución y se sentó a mirar cómo las palomas bebían de la fuente principal. A las dos horas decidió que quería oír lo que la bruja sabía. Caminó las dos cuadras que separaban el consultorio de la plaza, y se detuvo ante las escaleras del 405. Subió.
María almorzaba en su consultorio. Tuvo que esperar un cuarto de hora.
—Quiero que me diga lo que sabe.
—Yo no sé nada, solo lo que las cartas me dicen.
—Dímelo, te pagaré lo que sea.
—No. No es por plata, es porque no te conviene saber…
—¿Por qué? Se le paga para eso. Dímelo de una vez.
La pitonisa pareció conmoverse, luego de unos segundos desplegó su baraja y sacó tres cartas al azar. Las puso uno detrás de otra con las caras a la luz.
—Es extraño. —Dijo—. Es muy extraño. Te diré: ese hijo no es tuyo.
—¿Qué?
Haan tensó sus músculos y trató de respirar hondo. ¡Es Luis! ¿Quién más! Carmen lo había engañado. ¡Estaba claro! Se levantó y dio un paso hacia la puerta, pero regresó sobre sí. Vio que la pitonisa volvía a tirar las cartas.
—No es costumbre que pregunte varias veces y me salga lo mismo. —Parecía hablarse a ella misma—. ¿Tienes una pistola en tu casa?
—No. —Respondió Hann. Recordó que quién sí guardaba una, era su amigo Luis; pero no creyó que fuera importante decirlo.
—Algo muy malo te va pasar. He visto un funeral, pero no te he visto a ti. No sales en ninguna de las tiradas. Eso quiere decir que alguien de tu familia, uno muy cercano, va a morir, pero tú no estarás en ese funeral.
Haan sintió una liviandad extraña subiéndole por los pies. Él no tenía familiares cercanos ni conocidos.
—Ella… Ella no te quiere. Déjala.
Hann sacó dos billetes del bolsillo de su chaqueta y los dejó en la mesa.
—¿Quién es…?
—No te conviene saber
—Es él, ¿no?
La bruja bajó la mirada y se quedó en silencio.
Hann se dirigió a la puerta y logró escuchar una última advertencia.
—¡Cuídate mucho, entre hoy y mañana!
La bruja le había dicho que moriría. Estaba claro. Luis decía que los brujos no suelen leer los malos augurios, son de mala suerte para ellos. Y cuando la muerte sale en las cartas, no quieren verlo, ni decirles a sus clientes. Qué brujo podría ser tan tonto como para predecirle la muerte a alguien. Los brujos solo daban buenas noticias, ese era el negocio.
Caminó directo a su departamento donde lo estaría esperando Carmen.
Maldita bruja, ya se las pagaría. Y qué haría con Carmen. La dulce Carmen. Lo estaría esperando en su departamento con algún plato de comida pasado de sal y frío. Le reclamaría dónde había estado, discutirían, harían el amor y se quedarían dormidos hasta el amanecer. Pero esta vez, no. Sabía la verdad, Carmen quería cargarle un hijo que no era suyo; sus sospechas se confirmaban. ¿Se confirmaban? Cómo es que había pasado. Solo unos meses antes había viajado a la selva; cuando regresó se dio con la sorpresa de que iba a ser papá. Dos meses fuera y ella embarazada. Era, mínimamente, sospechoso. Al principio trató de alegrarse de la noticia, pero no pudo. Mensajes a altas horas de la noche, desapariciones constantes sin ninguna justificación aceptable lo habían llevado a agriarse de mala manera con Carmen. No había día en que no discutieran y Carmen terminara amenazando con irse. Aunque no tuviera ninguna prueba, Haan empezó a dudar. Pequeño problema que pronto ya no lo dejó dormir ni trabajar ni nada. ¿Y Luis? ¿No era acaso el amigo con el que más hablaba? ¿No era acaso quién le dictaba sinceros consejos al oído?
Cuando llegó a su departamento no encontró a Carmen. Otra vez no estaba. La comida fría sobre la mesa indicaba que había salido hace mucho. Se preparó un pan con mantequilla, aventó su chaqueta sobre su silla de estambre y se echó en su cama. Encendió la tele y la imagen de ¿María de los Ángeles? chispeó en la pantalla. Fueron solo unos segundos. Estaba claro: la bruja no lo dejaría en paz.
¿A dónde ir? A la cantina, quizás; a recoger decisión.
Vagó con un solo pensamiento en la cabeza: matarlo. Luis tiene una pistola, pero yo tengo la sorpresa.
En la puerta de la cantina se detuvo porque algo en el piso le llamó la atención ¿María de los Ángeles? ¿Otra vez la maldita bruja? Sacó el recorte de su bolsillo y vio con estupor cómo el aviso de la bruja no era sino un Corazón de Jesús forrado con cinta embalaje. Era el anuncio de su muerte o la muerte de Luis. Una de las dos cosas debía de suceder. Y todo era culpa de la bruja o de Luis que lo había llevado casi a la fuerza.
En la cantina lo esperaban los borrachos de siempre. Todos radiantes y felices.
—Hola, Haan. —Murmullos sin claridad—. ¿Qué te pasa, hombre? Pareces un cadáver.
—Lo seré —dijo Haan sin poder sonreír.
Se sentó en una silla y observó a sus amigos. Luis no estaba.
Haan se preguntó a dónde iría. Dónde se encontrarían los traidores. Si los tuviera frente a él. Ay, si solo los tuviera al alcance de sus manos.
Se paró, pagó la cuenta y salió ante la mirada perpleja de sus amigos. Justo en el momento en el que salía se encontró cara a cara con ¿María de los Ángeles? Y justo en la esquina creyó reconocer a Luis que acababa de doblar y desaparecer. Decidió seguirlo.
—¡Haan, escúchame! ¡Déjala!
—¡No me jodas, maldita bruja! —Espetó—. Es él. ¿No? Dime. ¿Es él?
—¡No hagas nada, por favor! ¡Déjala!
Haan tuvo que liberarse de las manos de María de los Ángeles para seguir a Luis. Lo perdió de vista, pero supuso que solo había un lugar a donde podía ir.
La noche caía lentamente sobre la ciudad. Haan se detuvo delante del edificio donde vivía. Ahora sí habría confirmación. Lo había visto ingresar. ¿Qué más prueba que lo que sus ojos acababan de ver? Ahora sí la traición sería probada. Subió las escaleras hasta el tercer piso y acercó su oído a la puerta para informarse.
De pronto apareció la figura esbelta de Carmen en el marco.
—Haan. ¿Eres tú? ¿Qué haces?
—¡Perra!
—¿Qué tienes…?
—¡Así que es él! ¡Es él, maldita…!
—De qué hablas. ¿Ya vas a empezar de nuevo?
Haan la empujó e ingresó al cuarto llenando todo con su mirada que perseguía algo inexistente. Unos segundos después, como si se acordara de algo, retiró una caja de debajo de su cama, la abrió y sus ojos resplandecieron.
—¿¡Dónde está!?
—¿De qué hablas?
—¿Dónde está el revólver?
—¡De qué hablas, maldito loco!
—El revólver de Luis, ¡¿dónde está?!
—¿De qué hablas? ¿Quién es Luis? ¿Qué revólver? Oye, qué haces…
Haan se acercó a la mesa de noche, cogió el cuchillo de mantequilla y se dirigió a la puerta.
—¿A dónde vas? ¡Vuelve! Oye, idiota, a ¿dónde vas?
—Voy a matarlo…
—¿Qué? ¿De qué hablas? ¡Estás loco! ¡Loco! Me voy. Haz lo que quieras.
Haan reconoció a María de los Ángeles y a su amigo Luis que, al otro lado de la vereda, venían presurosos hacia él. Los vio recular como si fueran a huir. Haan empuñó el cuchillo en el bolsillo de su chaqueta. Avanzó decidido. Cuando estuvo a dos metros de los traidores, el acero brilló a la luz del alumbrado público anunciando desgracia.
—¿Qué vas hacer? ¡No lo hagas! ¡No lo hagas! —Escuchó que decía María de los Ángeles.
—Así que eres tú. —Dijo Haan y horadó dos ágiles cuchilladas al aire.
Un tibio líquido inundó sus manos.
Siguió un grito de terror que se alargó por toda la calle.
—¿¡Qué has hecho?!
Era María de los Ángeles la que horrorizada y temblando no atinaba a nada.
La furia de Haan no se contentó. Blandió el rojo cuchillo y atacó a la bruja.
—¡Perra! ¡Maldita bruja! —Repetía Haan—. Es él, ¿verdad? ¿Es él?
Haan no daba tregua. Tenía la boca amarga y llena de baba. Jadeante y con la cara a punto de explotarle sujetó la garganta de la bruja y la aplastó contra el mundo.
El primer disparo retumbó en su nuca. El segundo, le atravesó el pulmón izquierdo y le partió el corazón.
—¡Está loco! ¡Está loco!
El profesor Haan cayó de rodillas, cerró los ojos y pudo sentir el dulce perfume de Carmen que empezaba a envolverlo todo.
—¡Está loco! ¡Está loco!
Se llevó las manos al pecho intentando aliviar el dolor. Ladeó su cabeza y antes de cerrar los ojos pudo ver a María de Los Ángeles y a su amigo Luis.
Ambos sonreían y se alejaban presurosos.
Luis Inga Armas (Chupaca, Perú, 1990) es escritor, poeta y profesor de literatura. Ha ganado en tres oportunidades los Juegos Florales de la Universidad Nacional del Centro del Perú (2013, 2016 y 2018). En el 2018 publicó la plaqueta Matar al cóndor y otros cuentos que ha merecido el elogio de la crítica local.