CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR
¿Ella lloraba?
Sí, a veces creo que lloraba.
Yo percibía su lamento, que se hallaba a medias oculto tras el estridente sonido que «aquello» emitía cuando se desplazaba por la jaula.
La adoro.
Siempre la he adorado. Recuerdo cuando era una niña y se sentaba en mis piernas para que le narrase un cuento de caballeros valientes y princesas en peligro.
La amo.
Con fuerza; porque es preciosa, brillante, carne de mi carne.
Su madre se fue de nuestras vidas una tarde de otoño y yo me quedé solo con ella, quien se convirtió en la base de mi existencia. Mi única razón para continuar en esta incesante lucha llamada «vida». Al principio fuimos felices. Mi trabajo de artesano nos llevaba por recónditos lugares. Viajábamos en armonía. Nos situábamos con esperanza. Aquellos años en que la vi crecer fueron sublimes.
Maduraba muy aprisa, un día dejó de tener diez años. Otro día dejó de tener once. Otro, abandonó los doce. Entró en la adolescencia y comenzó a pedir un espacio para sí misma. Se lo cedí. La había educado con esmero. Confiaba en ella a plenitud.
La amargura llegó una noche de invierno, en la forma de una horrible cicatriz en su cadera. Fue culpa mía, nunca debí permitir que fuese a ese campamento en la provincia. ¿Qué representaba dicho estigma? Lo descubrí al cabo de un mes.
El recuerdo me perturba.
Tuve suerte aquella noche; me atacó, empero, logré contenerla. La sujeté del cuello y, con las justas, logré aventarla al sótano. La puerta era de metal, resistió. Se quedó allí hasta el amanecer; sus aullidos hicieron temblar los cimientos de nuestra casa. La remembranza descompone mi ser.
Dos meses después nos mudamos a las afueras de Lima. Al inhóspito poblado de Catapari. Aunque era un lugar grande, los chismes se extendieron con rapidez. Un hombre cuarentón vivía con su joven y hermosa hija adolescente, la cual no tenía amigos y no salía de casa. Hablaban mal de mí, lo sospechaba. Me odiaban, tenía la seguridad de ello. Yo también los detestaba. Por mirarnos con recelo, por su ignorancia, por no conocer la magnitud del dolor que estábamos padeciendo. Un sufrimiento que se ensancharía hasta convertirse en lo más importante de nuestras vidas.
Durante dos años fue así. Cada noche de luna llena, yo cumplía el incómodo rito: encerrarla en la jaula que había instalado en un extremo del sótano, dejarle gallinas o animales pequeños para que los devorase. Sabía que deseaba carne humana. Nunca lo dijo, mas yo lo intuía. Se desesperaba por probar dicho alimento. No debía permitírselo jamás.
A menudo, mientras lanzaba sus horrendos alaridos, me recostaba a la puerta del sótano y vertía lágrimas hasta el alba. En ese momento yo ingresaba a la habitación, encendía la luz y contemplaba su pálida desnudez, desmayada, ensangrentada. Volvía en sí y me miraba, pero su gesto era cansino, indiferente. «¿Ya pasó?», preguntaba. Yo asentía, sosteniendo la reja con mis manos huesudas. «Entonces sácame de aquí, por favor, necesito darme un baño». La liberaba y ella, tambaleante, subía las escaleras, avanzaba con parsimonia, como si lo ocurrido tan solo hubiera sido un mal sueño que hubo quedado atrás. Esa maldición la iba subyugando poco a poco. No tenía idea de cómo salvarla. La única forma de sobrellevarlo era cuidándola, dándole amor. Haciendo lo imposible para que frenara sus instintos cada noche en que la luna estaba en su punto. Éramos esclavos, almas quebradas por la tragedia. Hubiera dado cualquier cosa por ser libre. Porque ella lo fuese.
Lloro.
Cuánto he sufrido. Por ella. Por mí.
Es hoy.
Es poco más de medianoche.
La luna es la culpable de todo. Debido a ella me encuentro en esta situación, armado con un fusil, buscándola por el bosque. Sé que está cerca. ¡Ven, María! ¡Ven aquí, soy papá! No pude evitar el desastre. Ella había sacado una copia de la llave de su jaula y la había escondido en sus cabellos. Se escapó de casa al atardecer. Su necesidad de carne humana era enorme. No lo preví, soy un estúpido. Ahora he de arreglarlo. ¿Dónde estás?
Está cerca. Aúlla. La noche transfiere su lamento hacia mis oídos maltratados. La contemplo a lo lejos, se acerca a mí, corriendo. Ven. Trae una cosa en el hocico, algo grande. No. Lo veo… ¡No! Es la cabeza de un pequeño niño: es Abelardo, el hijo del comisario; tenía la costumbre de salir de su casa por la madrugada para nadar en el lago. ¡Qué has hecho! ¿Por qué? ¡Por qué! No quiero dispararle, pero debo hacerlo cuando se abalanza contra mí.
Surgen, con rapidez, dos balas de plata.
Tenía que suceder tarde o temprano. La bestia la había dominado por completo.
Caigo de rodillas. La luz lunar se disipa. Lloro.
Es hoy.
Amanece.
Contemplo el cuerpo desnudo, enclenque, el cabello negro y largo, la piel terriblemente blanca, casi lunar. Me acerco a ella, la acaricio. Ahora eres libre, mi amor. Te has curado. Permanezco unos minutos sin saber qué hacer. No puedo moverme. Ya somos uno; al irse ella, una parte de mí ha abandonado este mundo. Me siento destruido, quisiera seguirla en el incógnito viaje que ha emprendido. Mi fusil aún tiene una carga, tal vez…
Escucho gritos cercanos.
Son los pobladores que han salido a buscar al infante perdido. Tardo mucho en reaccionar. Me han visto. ¿Qué he de hacer? Huir, tengo que huir. Me pongo de pie y corro, intento que mis piernas avancen, sin embargo, parecen dos bloques de cemento.
He de irme ya. No me escucharán, y si lo hicieran no me creerían. Me capturarán, me culparán, por la muerte del chiquillo. Por el deceso de mi pequeña. Me castigarán; aunque los haya librado de un gran peligro, van a ajusticiarme. Están cerca. Demasiado cerca.
Mis últimos pensamientos están dedicados a ella, a «eso». ¿Lloraba? Sí, lloraba, porque en lo más profundo de su ser no deseaba verse así. No. Puedo oír su llanto. Puedo escuchar su voz musical, cálida, potente; percibo los recuerdos, la belleza, el amor, el pasado inasible…
Me cogen…