SIR BRENDA MÍTCHELLE
Me siento frágil. Desproporcionada. Ajena como nunca antes a las raíces que me sostuvieron, me siento endeble. Soy despojada del manto que cubría mi piel morena, mi piel de tierra. Lascivas unas manos blancas lo arrancan, la mirada clara se hunde en las entrañas, cae sobre mi cuerpo, lo vulnera, la siento entrar. Me penetra. Cae sobre mis hombros, la siento caer sobre mis senos redondos, mis senos de piedra, mi carne de jade hecha. Todo lo sumerge. Ahora fuego. Siento un calor que me envuelve. Desde adentro algo se incendia. Mis pezones se yerguen, petulantes. Lo sabe. Su respiración se agita como el mar que es él, más fuerte, más fuerte. Mis ojos negros se topan con el azul de los suyos. Él hierve. Arde mi vientre. Su mirada acuosa desciende a mi otra boca, y la llena. Lleva el mar a mi entrepierna. Agua corre, fluye, me inunda, resbala por mis piernas. Estoy mojada. Mojada del mar ajeno del que vino este extranjero. Fui ofrendada al hombre que tengo enfrente, regalada, obligada. Por eso la sensación de su mar inundándome me debiera ser contraria. El enemigo se despoja de su cubierta, lo blanco de su piel me deslumbra y entrega luz a mi cuerpo moreno. Imagino sus manos encima de mis pezones, paseando por mis senos, entrando a los valles del centro del universo. Cierro los ojos. Imagino su voz. Cierro los ojos. ¿Quién es éste? Cierro los ojos. Su mano va a donde apenas nace el vello, suave. Saca los dedos. No quiero ver. Abro los ojos. Los dedos líquidos. Siento pena. Quiero correr. Me quedo. Me quedo porque veo lo inaudito: sus dedos van hasta su boca roja y se mojan. Vuelve a descender la mano y los interna entre mis pliegues, desaparecen los dedos entre el negro de mi vello y el templo que es mi cuerpo se desgaja. Piedra a piedra se derrumba. Siento todo caer. Sus manos aprietan mis pezones, aprietan mis senos que ya no son de piedra, senos que a su contacto ceden. Siento su saliva y ardo. Abre mis piernas. No pongo resistencia. Abro mis piernas que son mi pueblo. Abro el oro, el jade, abro el templo y dejo entrar al extranjero. Siento el derrumbe nuevamente. Todo mi cuerpo abriéndose, ardor, dolor, una lágrima, dos, tres, el futuro llanto de mi pueblo. El placer se mezcla con el dolor de la primera vez. Su pene es un clavo ardoroso, como el clavo que une a la cruz a su Cristo doloroso. No debo hablar. No debo hablar. Un gemido. No puedo detener al sonido, él entra y sale, entra, sale… Entra. Grito. Mientras gime, abre los labios y algo salido de él corre y dentro de mi boca abre camino. Abro los ojos. Nos encontramos. Nos miramos. Nos reconocemos. Nos entendemos. Somos un idioma… Dime tu nombre… Me pide de pronto. Lo entiendo. Mi lengua ya no es mía… Malinalli… le respondo.