ASMARA GAY
La casa en que viví de niño tenía muchas habitaciones; muchas puertas por las que mi hermana Eloísa y yo entrábamos a mundos imaginarios. Los dos éramos chicos. Eloísa apenas había llegado a los cuatro años y yo no rebasaba los seis. Por las mañanas salíamos al jardín y cuando mamá nos llamaba a comer Eloísa siempre protestaba porque no quería terminar los juegos. Entonces yo la procuraba y mientras comíamos hacía cosas para que ella se divirtiera, pero eso a mamá no le gustaba porque un vaso de jugo de naranja o de agua se desparramaba invariablemente sobre el mantel de la mesa.
A las siete regresaba papá del trabajo. Mamá hacía la cena, y tan pronto como ésta estaba lista, Eloísa y yo íbamos a lavar nuestras manos para que los cuatro nos sentáramos a cenar. Recuerdo que no teníamos televisión, sino una pequeña radio que a esa hora siempre transmitía La tremenda corte con su tremendo juez y el tremendo Trespatines. En seguida nos poníamos a comer. Papá y mamá hablaban, Eloísa y yo nos reíamos de las ocurrencias de Trespatines, a quien considerábamos un niño como nosotros haciendo travesuras al juez y a sus vecinos. Así podría haberme quedado, pero avanzaba el tiempo y sobrevenía el peor momento del día: la hora de dormir. Mamá nos decía que levantáramos nuestros platos y que nos preparáramos para ir a la cama. No quería irme. Me enojaba tanto que molestaba a mi hermana para que hiciera berrinche y tirara las cosas. Mamá se acercaba furiosa. Agarraba a Eloísa y la llevaba al baño a limpiar porque la leche le inundaba el rostro y el vestido. Mi padre me decía que ya estaba grande, que me fuera a lavar los dientes y me acostara solo. En esa soledad entraba a mi recámara, me ponía mi pijama y me metía bajo las cobijas. No me venía el sueño. Mis ojos recorrían las paredes y veían imágenes de espectros en las tinieblas. El reloj del cuarto palpitaba con una fuerza abrumadora, al punto de hacerme creer que tomaría vida. Levantaba la cabeza hacia el techo y sentía que éste me caería de un momento a otro. La oscuridad vibraba en mi alma. Entonces cubría mi rostro con la sábana, pero el muro que alzaba era endeble porque un peso de ultratumba se posaba en mí, y sentía un aliento frío bajar hacia mi pecho. No podía moverme. Acostado y con una silueta inhumana encima pasaban los minutos sin que yo supiera si sobreviviría.
Por las mañanas me hubiera gustado quedarme a dormir sabiendo que aquella forma no se presentaría, pero mamá y Eloísa me levantaban. Durante el día mi mente se agitaba entre el juego y el deseo de destruir a la fuerza que vivía en mi habitación y que noche a noche se presentaba sin que pudiera evitarlo. En la irrealidad que miraba en mi cabeza, imaginaba situaciones en las que luchaba solo con esa energía oscura. Me veía empuñando una espada luminosa, como la del rey Arturo, dispuesto a enfrentar cualquier peligro que se me pusiera enfrente. Fue así que un día tomé un cuchillo de la cocina y lo guardé debajo de mi almohada. Ya estaba preparado para la llegada de la siniestra visión que, seguramente, ni Dios sabía que existía. Cuando llegó la noche me acosté confiado. Sentía latir el cuchillo debajo de mi almohada. Mis brazos estaban preparados, a la espera de cualquier movimiento. Mis ojos buscaban por todo el cuarto. Esta vez, sin embargo, la inmovilidad de mis miembros llegó antes y el ruido del cuchillo, que cayó al suelo, encrespó mis oídos. No pude cubrir mi rostro y vi, aterrorizado, cómo la esencia sobrehumana se encaramaba sobre mi cuerpo y me obligaba a mirarla. Sentí de pronto que desaparecían todos los sueños en que hubiera podido cobijarme. Sus ojos eran un arpón ennegrecido que me hizo temblar y que dejó en mí algo de aquel ser que provocó, estoy seguro, lo que ocurrió al día siguiente.
Era sábado. Nos levantamos antes de las ocho y nos subimos al carro para ir a la ciudad a desayunar. Aún estaba asustado. Me parecía ver el rostro de esa sombra en cada lugar. Me perseguía. La sentía en mí. Algo de ella luchaba por salir, por manifestarse ante todos. Fue entonces que la vi en medio de la carretera. Nadie, al parecer, notaba aquella presencia fantasmagórica. Sólo yo.
—¡Papá! —le dije y toqué su hombro para que se diera cuenta de que estaba a punto de pasarle encima. Pero era demasiado tarde.
Un aire helado invadió todos los espacios del auto y nos rodeó una neblina espantosa. En medio del gris paisaje, papá no pudo controlar el carro y volcamos y chocamos contra el muro de contención. Al detenernos, sentí un agudo dolor en mi pierna derecha, pero podía moverme. Mi hermana, en cambio, yacía a mi lado como un gorrión acurrucado, despojado de su espíritu. Papá y mamá se habían transformado en un río de cuerpos, sus caras de aire hundidas en los asientos me dijeron adiós sin saber que una oscura presencia se había incrustado en mí y me dejaban solo con ella.