ARNULFO LÓPEZ GÓMEZ
En su turno, aquel jugador lanzó lo que tenía en la mano. Tiró de la cuerda e inmediatamente retrajo el brazo en un movimiento calculado. Un zumbido característico se dejó escuchar en ese espacio lúdico. Poco a poco se fue apagando hasta dejar en el ambiente solo un sonido suave, apenas perceptible.
El contrincante se quedó ensimismado mirando el movimiento rítmico, tenaz, que ocurría a ras del suelo; y, hablando por lo bajo, se cambió de lugar rodeando un poco.
Por un momento, el que jugaba, apartó la vista del primer objeto mientras ubicaba aquel otro elemento, plano y redondo, de color diluido por el uso, que casi lamía la línea circundante del área de juego. Se inclinó hasta el suelo. Extendió los dedos. Alzó aquel artefacto sobre la palma de su mano izquierda. Se acomodó y, en pocos segundos, lo arrojó decidido contra el piso.
“Buena tirada”, escuchó de su adversario. El zurdo, que recién había tirado, saltó entusiasmado pues había dado en el blanco. Un proyectil de sonido metálico había salido disparado al contacto brusco con el trompo de grecas pirograbadas.