DAMIÁN ZEBALLOS
Por favor ¿podrías indicarme dónde encuentro la Plaza Cybeles?” pregunto a una mujer que se encontraba sentada en un bar bocetando en crayón, un trozo de corteza de árbol plana y vacía.
Intuyo que la mujer es muy bella. Yo no la miro a los ojos por miedo a sucumbir a su embrujo: hace tiempo que he abandonado el deporte extremo de la seducción. No lo practico más, he perseguido a la belleza durante siglos (persecución inútil, que ha fatigado gran parte de mi vida, y me ha llevado siempre a una misma destinación).
El cansancio me conforta en la renuncia: a diferencia de la belleza, la hermosura no se busca. Hay sólo una mujer hermosa para cada uno de nosotros. Sin ir más lejos, Yo soy hermoso para una mujer que se encuentra en algún punto recóndito del universo.
“Mmm…me parece que es por allá” creo que señala con su mano manchada de carbón. Aún estoy cabizbajo, temeroso de observarla como a las cosas divinas.
“Si me esperas te lo busco en la guía o en el teléfono” dijo hamacándose dentro de su voz. Me invita a sentarme a su mesa. Acepto, doblegado por una fuerza invisible, sin contradecirla. Al ver sus manos aplicadas, mientras sigo cada movimiento delicado de sus dedos, un viento infantil le revuelve sus cabellos con una timidez transparente.
Por simple distracción, a mí se me da por recordar un sueño en el que una mujer, sentada en una mesa como ésta, busca para mí una locación que ya olvidé. Su dedo índice se le detiene en un cuadrángulo de color en el mapa ilegible, mientras asiente con la cabeza. Lo extraño de la situación acrecentó mi embarazo. Yo continuaba con la cabeza gacha, mudo, acalorado, ensayando el modo en que me despediría de aquella mujer. En su copa de agua semivacía se le espejaron los labios rojos fruncidos como una viruta de acero candente. Todavía pensaba en el sueño, cuando le dije mi nombre, y su respuesta simétrica correspondió mi gentileza. Conozco a la mujer. Un viento nuevo, que ha desalojado al anterior, atropella todos los pedazos de la servilleta que mis dedos despedazaron nerviosos. Siento su mano abandonarse sobre la mía.
“Damián, mi amor, soy yo”, me dice la misma voz de mujer sin dejar de hamacarse.
La claridad tortuosa de la tarde ya no quiso borrarle el rostro, entonces la vi, volví a ver a la Hermosura. Veo su rostro, veo tu rostro.
“Amor, eres tú” le digo atolondrado, como cuando te conocí.
Arrastro la silla tan violento, tan en seco, que algunas personas, sobre todo las que estaban sentadas más cerca, se dieron vuelta para observarnos. Huyo del bar. Ni loco me vuelvo a dar vuelta para mirarte con los ojos llorosos. Al doblar en la esquina te voy a ir reconstruyendo, de lejos, para explicarte, que sólo una mujer hermosa nos corresponde, y otras tonterías menos creíbles aún. Corro a casa para verte, Hermosura.