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Querida enfermedad

JUAN SCHULZ

 

16 de abril de 2018.

Querida enfermedad, tu impredecible retorno es el tedio que me hace sentir la vida tan interrumpida, y aunque lo he lamentado tanto, no he venido a mentar con reclamos tu condición de impertinente repentina.

Ahora sé que esos suspensos en la inercia del tiempo que llamamos finales, no se resuelven con acuerdos entre palabras lógicas, ni son nunca el final. Sólo así he llegado a reconocer lo que hay de inmortal en tu intermitente presencia. Tantas veces me has arrebatado la tranquilidad, la costumbre, la facilidad con la que se hacen las cosas prácticas; aun así, me atrevo a afirmar, desde esta engañosa calma, que en ningún rapto de desesperación te he odiado. Ni siquiera había tenido muchas oportunidades de sentarme a pensarte detenidamente, así como se piensan los sentimientos o los oficios. Tal vez lidiar con tu caprichoso fastidio requería más labor de la que logro reconocer, o sencillamente nunca tuve el talento para dotarte de sentido. Mi voluntad inclemente no concebía otra posibilidad que rechazarte, como si yo fuera un fascista de las enfermedades y tú una inmigrante que llegaba a aprovecharse de mis nutrientes.

Las enfermedades en nuestra cultura popular se representan como un ente que flota misteriosamente en el ambiente, como los chismes o los consejos: si uno anda mal de las defensas o se junta con algún afectado la puede adquirir. Y sólo si sus síntomas son comunes las probabilidades de que le presten la atención son mayores. Si la enfermedad es extraña será tratada aristocráticamente y es posible que sólo interese a algunos curiosos sofisticados; el cual probablemente sea nuestro caso. La otra versión sugiere que las enfermedades surgen de lo más profundo de la genética o de la nada, y luego no se dice más cosa, su cosmogonía no es un problema que interese lo suficiente como para que todos tengamos nociones básicas de sus significados.

 Alguna vez me preocupé en pensar el supuesto dicho de que las enfermedades no suelen tener mucha cabida en la reflexión existencial. Aunque no puedo detallar con claridad cuál fue el descubrimiento que obtuve, aún recuerdo la sensación del momento en que un cúmulo de certidumbres me liberaron de extraviarme en asuntos técnicos que me estaban llevando a acumular inquietudes infecundas. Si no me interesa saber cuánto potasio tiene una manzana o qué tipo de sangre lleva en las venas una amante, ¿por qué a ti te tendría que llamar por tus nombres científicos? Sería tan absurdo como nombrar a alguien por el número de su pasaporte en vez de por su apellido. El caso es que desde esos momentos preferí azuzar mis pensamientos hacia terrenos donde se pudiera plantear nuestra reconciliación.

Todos tenemos que lidiar con algún padecimiento, algunos lo llevamos recónditamente enterrado como se lleva un misterio que no sabemos por dónde empezar a narrar; otros lo llevan expuesto y fluyen muy resignados o conformes con su padecimiento a la vista; y luego está la pobre mayoría que se cree inocente, hasta que un día saliendo del cine o del baño se enteran de que ahora son víctimas. Resultan ya aburridas las historias de la relación de los sujetos y sus tormentos: algunas exacerbadas por el romanticismo han trascendido como costumbres con las que con un buen disfraz llegan a ser toleradas de forma disimulada, como si fueran trastornos vulgares, otras muy sutilmente se esconden en la tramoya de la vida de forma casi imperceptible para el ojo alegre. A lo que tengo que llegar con toda esta perorata es a admitir que he transitado de despreciarte a reconocer tu papel en la historia, a ponderarte como un elemento insustituible que le otorga a la vida una complejidad inevitable, y de facto interesante. Sería una pendejada odiarte. Mi abuelo decía que la reacción categórica a lo que nos disgusta debe ser una de las formas más rudimentarias de afrontar algo que jamás se ha resuelto eficazmente de un sablazo.

Para sentirme sino equilibrado, sí menos impulsivo, he ido haciéndome de estrategias para lidiar contigo en términos más amables. En los momentos más difíciles, en los que no tengo ganas de pensar ni aceptarte, he llegado a creer que soy capaz de reinventarte. En mi mente hago el truco de otorgarte el movimiento de las oscilaciones del aire, eso que respiramos todo el tiempo pero que rara vez nos detenemos a divagar; te imagino desenvolviéndote vaporosamente como una inasible gama de colores que se mueven anárquicamente y me relajo mucho de saber que eres soberana, que fluyes por donde quieras mientras yo me limito a estirar mis dedos al cielo como si quisiera ordeñar las nubes. Pero no creas que me relajo tanto, trato de serle fiel al viento y representar en ti su ambivalencia de ser ventisca furiosa o brisa, por lo que luego termino revuelto, como si estuviera recién salido de la pira. Sé que hago una metáfora poética como el más vulgar de los escapistas, pero en esos instantes de mutarte se me resuelve la inevitable fatiga de pelear por definirte. La ficción me ayuda a quererte como se puede querer al viento. En esos momentos en que sacudes las flores no me siento en deuda con nada. Sólo es otro recurso para quererte.

Soy consciente de sonar retórico diciéndote querida y de tutearte con ambigua confianza ¡Como si no me hubieras hincado ante la cruz y yo no te hubiera tratado como a la peor de las pestes!  Bien sabes que no soy de esos tipos melosos que a las personas las apodan querida, y que permiten que la cordialidad los someta a vivir en la amabilidad perpetua. No me interesa ni intentar la amnesia voluntaria ni quedar bien con los sectores que te protegen sólo por existir, y apenas migajas de indulgencia les daría a los timoratos que se encojen de hombros como si las enfermedades fueran un asunto íntimo, y que creen que su palabra, acostumbrada a fungir como transacción, sería una invasora del problema ajeno. No pienso fingir respeto por esas saludes tan elegantes que ponen cara de desentendidas, insinuando cobardemente que es asunto nuestro.

Sin embargo, al contemplar la posibilidad de no haberte conocido, me reconcilio amablemente con los estragos que dejaste. Caigo en cuenta de que en vez de estarte paseando por un mausoleo de caracteres, pude haber terminado como un agraciado versificador de anécdotas urbanas, un redactor de pulcros análisis electorales, o un divertido fabulador de narco novelas, ¡y seguramente también un irremediable adicto al chiste virtual! Tal vez estría conforme con la vida, con el sueldo, flotaría ávido de complacencias para sedar mis inquietudes, para no dejarlas crecer como antes crecía mi hartazgo de ti. Ahora creo poder comprender que me enseñaste que arrastrarme era la forma menos tramposa de volar. El vértigo que me diste me dio la labor de hacerme más tenaz a la hora de perseguir palabras. Vivo sin culpa de haberte invocado, y tu ágrafo albedrío seguramente le seguirá dando pelea al ritmo que quiera darle a mis pasos, pero así es el circo agonal al que nos trajeron. Así que levántate, si quieres, abúlica afásica, pero yo te quiero, y en mi batalla vibras. Nos guste o no.

Juan Schulz (Ciudad de México, 1989) estudió la carrera de Estudios Latinoamericanos en la UNAM y es profesor de español en diversos sitios. Escribe poesía, crónica y dirige el sitio de crítica www.excabacionesblog.wordpress.com.

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