HÉCTOR M. MAGAÑA
Cuando se despertó el dolor también lo hizo. Miró el techo y la modorra que rechaza los acontecimientos del día entró en su cuerpo junto con la luz pálida del sol. Se sentó en la cama y miró sus piernas que aún seguían con las secuelas del entrenamiento de ayer. El dolor le rebotó en el lado derecho de su pecho, donde un compañero le dio una patada que le sacó el aire. Después de levantarse se colocó las sandalias y caminó hacía el baño para orinar. Se sentó en el W.C. y se talló los ojos mientras las lagañas se adherían en sus manos. Miró al perchero que tenía al frente y ahí estaba el uniforme de karate con el obi color morado. El dolor volvió al cuerpo.
Al bajar las escaleras sus piernas no le daban tregua, el dolor era más agudo por cada escalón que bajaba. Cuando terminó de bajar escuchó el ruido de la cafetera, y la voz de su madre. Rápidamente avanzó hacía la cocina, saludó con un beso en la mejilla derecha a su madre. Se acercó a la cafetera y llenó media taza con café y la otra con leche, se sentó en la mesa y mezcló el café con dos cucharadas de azúcar. Su madre se sentó junto a él poco después.
—¿Estás listo? —preguntó su madre con una sonrisa que no disimulaba.
—Creo que si —contestó él sin mirarla a los ojos.
—¿Estás seguro que no debería ir?
—No, no es necesario. Es muy largo todo, y yo paso hasta lo último.
—Es una pena, me hubiese gustado verlo.
—No te preocupes no es para tanto…
Después de eso hubo un silencio incómodo. Él agitaba lentamente la cuchara y a veces se escuchaba el débil chirrido que hacía la cuchara al chocar con la porcelana.
—Me hubiese gustado practicar un deporte, ¿sabes?
—Lo sé, mamá…
—Debes de aprovecharlo al máximo…
—Lo hago.
—Lo sé, amor. Lo sé.
Le dedicó una breve sonrisa a su madre que desapreció tan rápido como se formó, y después de desayunar un plato de huevos revueltos fue al baño para asearse. Mientras se cepillaba los dientes observó el uniforme de karate y una sensación de suciedad y dolor lo dominó. Escupió la espuma de la pasta de dientes y después vomitó un poco de café. La boca se le llenó de un sabor amargo y vomitivo. Odiaba como se sentía ese día. Tomó su uniforme y lo metió en la mochila. El obi parecía en ese momento una gran horca de color morado.
Con la mochila en la espalda salió de su casa con un beso de su madre y una bendición. Salió como si huyera de las bendiciones. Llegó a la parada de autobuses y tomó el número 45. Se sentó en el lugar de en medio y miró la ventana como si fuese la última vez que viera el paisaje.
El gimnasio donde se celebraría el torneo de karate estaba ubicado en el centro de la ciudad y estaba construido en forma de cúpula. Parecía una especie de almacén de aviones de la Segunda Guerra Mundial. El gimnasio olía a barniz.
Llegó con suficiente tiempo para cambiarse con calma en los vestidores. Sacó de su mochila el uniforme y se lo colocó con repulsión y cuando estaba con el uniforme puesto una repentina sensación de asco lo invadió. Quería tomar el autobús y largarse a tomar una ducha. Sentía que el sudor le pesaba como si se hubiese empapado en un aguacero de mayo. Jamás se sintió tan repulsivo, incluso le dio vergüenza saludar a sus colegas.
Sus compañeros pasaban a pelear con una determinación en el rostro que le recordó a unas fotografías que había visto de Yukio Mishima con espada en mano. No pudo evitar bajar la mirada y ver el suelo. Sus pies descalzos que tocaban la tarima estaban pegajosos. Él quería huir, quería bañarse, quería escapar de ese uniforme y de ese obi que lo ahorcaba desde la cintura.
Cuando fue su turno el dolor de sus piernas y su abdomen quisieron inmovilizarlo, parecía que el dolor quería evitarle el esfuerzo de pelear. Sintió húmeda su espalda y el uniforme pegajoso. El obi no lo dejaba respirar. Su oponente tenía el rostro de un guerrero, de alguien que tenía una furia de vencedor, incluso su uniforme vibraba con gallardía. Su obi no era una horca, era un lazo que anunciaba su triunfo inminente.
Él se puso en posición de combate, y debido a su delgadez, parecía una mantis religiosa. Su oponente era un gran oso. El primer golpe lo debilitó, pero él no era una mantis, y su presa no era un grillo de montaña, era un oso que estaba programado para derribar a su oponente hasta dejarlo inmóvil. En un abrir y cerrar de ojos su nariz era un mancha de sangre, y su ojo izquierdo era una llaga roja. La oreja estaba partida, y la sangre salía tímidamente pero de forma constante. Salió hacía los vestidores con una enfermera que le curo las heridas con gasas y esparadrapo. Ella lo miró como un cachorro atropellado y dijo: “peleaste bien”. El no pudo evitar el deseo de golpear a la enfermera. No quería su lastima. Se cambió de ropa y salió del gimnasio tan rápido como pudo.
Las calles estaban húmedas por la suave lluvia que cayó mientras él estaba en el torneo. Deseó que lloviera con todas sus fuerzas, pues pensaba que la lluvia podría lavar su sudor, su suciedad y su fracaso. La mochila le pesaba como una enfermedad que no se cura con reposo y descanso, era un peso que obligaba al enfermó a luchar contra ella a muerte. Mientras caminaba vio un bar abierto que se llamaba “El escondrijo ruso”. Decidió entrar. Se sentó en la barra y pidió un whisky a las rocas. La mujer que lo atendía lo miro con compasión, y él le devolvió una mirada de depredador acorralado. Ella se retiró. Se distrajo de sus pensamientos por un grupo en vivo que tocaba algunos éxitos de Thelonius Monk. Miró a los músicos y él se vio, después de unos minutos, como un baterista, o como un bajista pero el pensamiento le hizo sentir culpa, pues pensó en su madre, en sus ojos vivos y su sonrisa esperanzadora. Ella quería que fuese un deportista de alto rendimiento no un músico. ¿Qué le diría cuando llegara a casa?, ¿Qué pensaría si se enterara de lo que pasó?, ¿Qué pensaría su madre al tener un hijo fracasado?
La música fluía, y el ambiente del bar se avivo. Después de tomar un par de tragos más, salió a la calle. El mundo celebraba su fracaso, el mundo parecía saber su fracaso. Dentro del bar el ambiente parecía el de una orgía carnavalesca, pero en las calles los faros de los coches lo observaban con sorna, las hojas crujían a carcajadas, las estrellas ni lo miraban por la vergüenza y la luna se cegó. El mundo se expandió ante su fracaso, y las piedras que aparecían en el camino le dificultaban su regreso a casa.
Recordó en su clase el nombre de un viejo poeta que nunca existió, Bernardo Soares. Era un personaje inventado que escribía como si en verdad estuviese vivo, y pensó que su madre inventó también un personaje, uno que era deportista y que practicaba dicho deporte como si estuviera vivo. Se preguntó cómo sería dicho personaje, tal vez fuese más vital, bronceado y con una locura que lo llevaría a un éxito indiscutible. Su pecho estaría lleno de medallas y su uniforme estaría llenó de honor como el de un militar retirado con altos honores.
Pensó mucho en este personaje mientras un dolor no físico le quemaba las entrañas. Era el dolor provocado por lo que nunca podrá ser, por los sueños rotos y por las falsas esperanzas que al final se vuelven humo. Lamentaba no ser el personaje que su madre quería que fuese. Lamentaba que el uniforme le pesara. Lamentaba no haberse ahorcado con el obi cuando este se presentó ante él con esa sugerencia…
La puerta de su casa rechinó con burla al abrirla.
Héctor M. Magaña (Jalapa, Veracruz, México, 1998) es autor de relatos publicados en revista pulp. Ha participado en diversos talleres de creación literaria. Estudia en la Facultad de Letras de la Universidad Veracruzana.