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El tiempo que faltó

DAVID SOLÍS SÁNCHEZ

 

Lilí era buena conmigo. Mucho. Desde que llegué a la capital pudo consentirme con una confianza construida en la humildad, esa que le daba su propia condición provinciana. Como yo, llegó de Oaxaca porque su marido había conseguido un trabajo bien remunerado en una constructora en el corazón de México, lo que antes llamaban Distrito Federal. Buscaron por varios días un lugar modesto en renta que les facilitara los traslados y el ahorro de pasajes. La ciudad era carísima. Decidieron, por recomendación de un familiar, arrendar una casa a bajo costo en el Estado de México, pese a la dificultad de la distancia y el transporte. Aprendieron a enfrentar los problemas nuevos, a ver caras y semblantes de los que vivían siempre con prisa.

Les fue complicado ser parte del ajetreo citadino. El esposo de Lilí nunca se acostumbró al pan Bimbo, a los quesos que venden en los supermercados, ni a la leche Alpura. Arraigado a sus costumbres, se quejó todo el tiempo de la vida urbana hasta el día en que murió. Pasó rápido: llegó al trabajo, se puso unos zapatos de corte industrial, un casco y un chaleco fluorescente. Apenas avanzó unos metros para saludar a uno de sus colegas cuando se oyó un fuerte golpe multiplicado. No le dio tiempo de reaccionar: falleció al instante, una viga le cayó encima.

Lilí tuvo que cargar con el duelo, la angustia y la necesidad económica. En el momento que la conocí, las cosas habían mejorado. Ella misma decía que se sentía plena pero incompleta. No pudo tener hijos y decidió no rehacer su vida. “Dios me dio un hombre y me lo quitó enseguida, la verdad, mijo, no quiero otro desaire”, expresaba  con resignación.

Algunas formas de mirar la vida en Lilí eran evidentes: venida de la quietud de un pueblo, cuyos habitantes solo se afanaban por comer y vivir felices, todo aquí le causaba risa o coraje, no hallaba modos de explicar por qué la gente se metía en problemas tan rápido. La conocí justamente por una situación embarazosa, yo traía una panza revuelta y las ganas de romperle la cara a una mujer que sin prueba alguna, aseguraba que le había robado su teléfono celular. Lilí observó y escuchó la verborrea de aquella cuarentona; se ha de haber divertido con mis gestos y los gritos de algunos metiches, severos jueces de la transeúnte molesta. Los rostros que integraban la discusión colectiva comenzaban a ponerse colorados, acordaban en llevarme al policía más cercano y Lilí, con un tono suavecito, dijo: “Oiga, señora, ¿qué la cosa que busca no es la que trae en la otra mochila, esa, la que trae en la espalda?”. La seudovíctima, sin sonreír con vergüenza o disculparse, llevó el móvil al bolsillo de su pantalón y se fue con un coraje que nunca pude descifrar. Ahí comenzó una amistad que se clavó en la vida de ambos. Lilí era condescendiente y la gente creía en una ingenuidad que en ella no existía. Sabía discutir y herir con palabras brillantes. Aceptaba sus errores.

Con el tiempo descubrí que mi nueva amistad se regodeaba con pasatiempos que siempre guardaron relación con el cuerpo humano. Sabía más de anatomía que cualquiera que yo conociera. Armaba rompecabezas, respondía test, ganaba juegos virtuales, leía mucho. Le recomendé en repetidas ocasiones que terminara la secundaria y luego la preparatoria, que podría llegar a la universidad y estudiar formalmente lo que le apasionaba. Lo dudó todo el tiempo.

Se acomodaron las cosas: en medio de un terrible frío de enero, fui a visitar a un amigo de antaño a la colonia Roma. Bebimos un par de horas, repasamos los defectos de todos los conocidos de nuestra infancia. Reí como nunca. Obviamente hablé de Lilí, conté la anécdota de cómo nos hicimos amigos. Una botella de tequila casi se acababa. Se hizo tarde. Un abrazo de despedida y al abrir la puerta del taxi, mi cómplice de viejas travesuras gritó: “Oye güey, dile a la doñita que se dé una vuelta al edificio de aquí junto: hay un par de argentinos que están montando un consultorio médico y buscan ayudante”.

Los días se disolvieron, no sentí cómo sobreviví a tanto trabajo. Lilí sentenció que si me seguía viendo así de ojeroso y cansado estaría muy al pendiente de mí, que me dejara de chingaderas, que tanto trabajar nomás me iba a causar males. Hablando de trabajo, le informé que había una oportunidad de hacer labor en algo que le gustaba, que fuera al consultorio recién creado.

Salí de viaje, volví. Fui a la casa de Lilí un par de veces y nunca la encontré. Tiempo después, ella fue la que pasó a visitarme y dio las gracias por el trabajo que le estaba dando grandes satisfacciones.

“Hay que hacer lo que uno quiera, pero con cuidado, que nunca faltan los saliditos que andan viendo nomás en qué te equivocas. Estos doctorcitos ya me van dando palmaditas de gracias y yo feliz, chamaco. Pus qué más.” Después del breve discurso, Lilí se limpiaba las lágrimas y mocos. Yo la veía como se sabe ver a una madre que va logrando sus metas. Todo iba encajando bien.

En agosto nos reunimos para celebrar mi cumpleaños. Remediamos un par de malentendidos que nos hicieron enojar con todo y la distancia. Desde que ella había comenzado con su trabajo nos vimos menos. Intentamos ponernos al día por medio de mensajes en el móvil. Costó trabajo porque nunca le gustó cargar con un teléfono en la mano o en el bolso. Con todo y altercados, seguíamos dispuestos a comprobar que los malos o buenos tiempos son mejores cuando ahí sigue el que te mienta la madre o el que te vanagloria sin que lo merezcas: “A veces eres bien pendejo, mijito. Ve y dile a Diosito que te enderece esa inteligencia tuya”, y después de decirlo, Lilí apretaba mis manos con las suyas.

El diecinueve de septiembre, día que no olvidaremos muchos, vibró mi móvil. No recuerdo la hora, estaba comiendo con un amigo en un restaurante en Monterrey, Nuevo León. Era un mensaje de texto:

 

“Vete a la casa y trae mis ppeles del seguro.los voy a ncesitr.

Si no alcanzas a llegar te qiero mucho”

 

El número era desconocido. No logré comprender el mensaje, sobre todo sin saber quién lo enviaba. Entré en una crisis nerviosa que me hacía estallar con trágicos pensamientos. Escribí múltiples mensajes y no retornaba ninguna respuesta. Llamé y la red telefónica estaba colapsada. Intenté calmarme. Nada estaba funcionando, pensé en todos los familiares posibles y en amigos cercanos. En mi pensamiento, maté a media familia. Y los celulares seguían muertos. Salí del establecimiento y en un puesto de revistas la gente se amontonaba para ver la noticia en el televisor que tenía el vendedor: Sismo con una magnitud de 7.1 grados afecta distintas zonas del país. Seguí en shock, desesperado intentaba llamar al número. Y nada.

¡Lilí!, es ella, pensé. Preparé todas mis cosas para regresar de inmediato a casa y comprobar que todo estuviera bien. Las horas fueron absorbidas por el miedo. A kilómetros del desastre se olía el pánico colectivo. Seguí en mi angustia. Ya sin ganas, marqué nuevamente el número, no pude contener mi emoción al oír la voz de Lilí, quien con palabras agitadas, atropelladas y cansadas, me dijo:

―No hay mucho qué decir, no podría gastarme el poco aire que tengo, mijo. No sé cómo quedó el edificio. No se oye nada. No se ve nada. Está pasando el tiempo y no veo a nadie, ni siquiera cerca. Ya estoy muy cansada y no sé si salga de esta.  Tú tranquilízate y reza mucho, no de…. ―Se cortó la llamada. La red volvió a colapsar.

Más horas, más caos. Hice infinitos movimientos y transbordes para acercarme al centro del país. Llegué a una ciudad literalmente quebrada. La madrugada fue cortísima. Ayudé en las labores de rescate en el edificio donde trabajó Lilí. Entre llorar, cargar piedras, rezar y mantener la esperanza de encontrar a más sobrevivientes, la vida me exigía mayor esfuerzo. Nunca pensé que la mujer que se batía en logros estuviera muerta. Me negaba a pensarlo.

La gente me vio, con lástima tal vez. “Joven, vaya a descansar, hay muchas manos ahorita”. Hacía caso omiso. El cansancio terminó por golpearme, quedé tendido en el suelo. Un paramédico revisó mis signos vitales y monitoreó mi condición por un rato. El sueño me venció.

Al amanecer, unas voces me sacaron del letargo. Desconcertado, abrí los ojos. Me levanté, caminé y observé en cámara lenta el paisaje. Buscaba sin saber qué, avanzaba. Y entonces, descubrí los cuerpos sin vida formados en el piso. Algunos tenían una sábana blanca, otros una cobija y los menos estaban descubiertos. Aún sin saberlo, la expectativa de hallarla con vida se deshizo. Algo dentro de mí se derrumbó. Me acerqué y sin pensarlo, como si supiera el desenlace, quité la sábana de uno de ellos, y ahí estaba, era ella: Lilí.

De más está contar los trámites de defunción. Los ahogos del corazón no permiten reconocer errores o aciertos de forma objetiva. Odiar a la naturaleza, a la construcción mal planeada o a la dificultad del rescate, era una forma de abrevar el coraje para mejorar. Vivir el duelo a mi modo, fue una oportunidad de autoconocimiento. Lilí sufrió en sus últimos momentos y no le permito a mi imaginación que me diga cómo, prefiero avanzar, como ella lo hizo.

 

 

David Solís Sánchez (México, 1984) estudió Comunicación Colectiva y Periodismo, una maestría en Ciencias de la Educación y otra en Proyectos Educativos Virtuales. Es catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México y la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Ha colaborado –con poesía y cuento- en diversas revistas literarias impresas y electrónicas. Publicó los poemarios Secretos del ayer (2006), Desnúdame el alma (2008) y A tu figura mis pensares (2010). Es coautor de El alma está en las calles (2017) y Luz de luna (2017).

 

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