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La de las dos coletas

EMILIO DOMÍNGUEZ

 

Despertaron en la misma cama después de una extraña noche. Él la miraba con ojos perdidos, su mundo se resumía en ella, en esa magnífica silueta que estaba recostada a su lado. No podía pedir nada más. En ocasiones la besaba en la frente o en la mejilla, jamás obtenía una respuesta pero eso no importaba, todo era perfecto.

Ella miraba al techo, sin ningún gesto, inmóvil; sus manos descansaban en el colchón, ambas pegadas al cuerpo. Sus piernas, largas y bien formadas, estaban estiradas sobre la cama de una forma natural. Él se giró para envolverla con los brazos, puso la pierna sobre ella y la acarició. Ella se mantenía inmóvil.

―Te amo ―le decía él― eres perfecta.

Apretó los labios y la besó.

Se quedaron en esa posición por horas que parecieron eternas. Una alarma sonó.

―Es tarde, debemos irnos ―dijo el hombre.

Se sentó en la cama, la volteó a ver por una última vez y se levantó. Entró a la regadera, después de un largo camino en el que no estaba seguro si seguía durmiendo. Abrió la llave y un despiadado chorro de agua helada lo empapó para quitarle cualquier duda: su día había comenzado.

No tardó en salir de la regadera, llegó a su recámara y ella seguía ahí, recostada, con su paz infinita.

―¿No te vas a levantar? Vamos a llegar tarde.

No hubo sonido que respondiera, ella seguía con la mirada fija y con su silencio.

El hombre salió de su recámara, bajó las escaleras y entró a la cocina. Sacó dos huevos del refrigerador, la mitad de una cebolla y una bolsa de plástico con jamón. Mientras él picaba minuciosamente la cebolla para que quedara en perfectos cuadritos, ella mantenía la mirada fija en él desde el otro extremo de la cocina, sentada en una mesa. No se hablaban. El hombre vertió los primeros ingredientes en el sartén. Le gustaba el olor de la cebolla y lo disfrutaba aún más cuando estaba mezclada con jamón y un poco de aceite. Se divertía viendo los pequeños cuadritos de cebolla cambiar de color conforme se iban calentando. Estaba por echar el huevo al sartén cuando escuchó un golpe seco en la mesa. La cabeza de su amada había caído sobre el plato, como si ese trasto vacío fuera un cómodo almohadón de plumas. El hombre corrió hacia ella y con la delicadeza de una madre, le levantó la cabeza y la recargó sobre el respaldo de la silla.

―Así está mejor ―dijo para sí mismo.

El hombre regresó a cocinar; puso el huevo revuelto en el sartén y preparó un platillo apetitoso. Terminado el desayuno, el hombre entró al baño para lavar sus dientes. Antes de salir, regresó a la cocina con su amada, la besó y le susurró al oído.

―Será mejor que te quedes.

Tomó su abrigo y salió.

El reloj marcó las 6:00 de la tarde, la llave entró por la cerradura, hizo algunos movimientos mañosos hasta abrir la puerta. Entró el hombre, dejó su abrigo en el perchero y fue a la cocina.

Ella seguía en la misma posición que tenía en la mañana, su cabeza estaba un poco caída hacia el lado derecho y sus manos descansaban en la mesa.

―¿Quieres salir a caminar? ―dijo él.

Se acercó a ella y con ambas manos la ayudó a levantarse.

―Espérame aquí, voy por tu abrigo.

Salieron a la calle y caminaron hacia el parque. Ella tropezaba con cada banqueta a su paso, la condición de sus piernas no le ayudaba a sortear los obstáculos que acompañaban el camino. Decidieron sentarse en la banca más cercana.

―Si tú insistes ―reprochó el hombre.

Pasaron los minutos, sus manos permanecían juntas. Las flores de jacaranda caían de los árboles al seductor ritmo del viento para ser acomodadas en la inmensa sábana malva que se extendía hasta donde les alcanzaba la vista. Perdido en esta maravillosa visión, se recargó en el hombro de su acompañante y cayó en un profundo sueño.

Ambos corrían en una pradera repleta de gigantescas flores de jacaranda. Él las tomaba y mordía sus carnosos pétalos, al descubrir su delicioso sabor, ofrecía un mordisco a su amada.

―Mira querida, jamás encontrarás un sabor igual.

Ella le respondía con una mirada indiferente.

Una terrible sacudida lo arrastró fuera de su sueño para despertarlo frente a un grupo de palomas, que con gran empeño picoteaban el cráneo de su amada.

―¡Fuera de aquí! ―gritó con cólera―. ¡Largo!

Agitó las manos sobre la cabeza de la dama y las palomas volaron al instante, no sin antes llevarse el último mechón de su rubia cabellera; el cual estaban utilizando para construir un nido en lo alto de un árbol. Desde la banca se podía ver el dorado resplandor.

―Nada bueno hay en este lugar, vámonos.

La tomó de la mano y comenzaron el camino de regreso.

Al llegar a casa, se dirigió a su estudio. Tomó un hilo y con un movimiento súbito lo insertó en una aguja. Las horas pasaron, el sol se escondió en el horizonte y el hombre al fin salió de su estudio. Entraron a la cocina. Ella lo miraba mientras él recalentaba una sopa de fideos de hace tres días y un poco de carne.

―Alguien debe terminarse esto ―dijo para sí mismo.

Tuvieron una cena tranquila y con poca conversación. Una vez limpios los platos, subieron a la alcoba. Ahí, se fundieron.

A la mañana siguiente, sólo quedaban los recuerdos de la noche anterior. Dedos curiosos que recorrían centímetro a centímetro una espalda. Labios temerosos que se deslizaban hacia lo más inexplorado. Una misma persona que imaginaba por los dos.

Ambos estaban en la sala, él leía una revista cuando sonó el timbre de la puerta. Abrió, del otro lado había una bella mujer acompañada de la más adorable de las niñas, que lucía dos coletas perfectas, adornadas cada una con enormes moños rojos. Sus grandes ojos se iluminaron al mirar hacia la sala y ver dos brazos cosidos con perfección quirúrgica que reposaban en el sillón; dos piernas largas y brillantes, cubiertas por un par de medias que las recorrían hasta llegar a unos zapatitos de charol recién boleados, más bonitos de lo que podría imaginar. El cuerpo, portaba con orgullo un vestido rojo con encaje en los bordes y mangas, y un cuello de holanes. Para rematar el helénico retrato, un rostro tallado a mano dominaba la habitación, luciendo un par de chapitas coloradas bajo los más embriagantes ojos azules. Unos labios rojos sugerían la más encantadora sonrisa que era sombreada por mechones de color dorado, de ese que sólo se puede encontrar en los lingotes de oro puro.

La niña la tomó de la mano y con un movimiento delicado la ayudó a ponerse de pie.

―Jamás la sueltes ―dijo el hombre―. No puede andar sola.

Y así partieron. Su amada con la encantadora niña de las coletas, mientras él veía cómo su mundo se quebraba en mil pedazos. Jamás volvería a ser el mismo, jamás podría encontrar reparo, nunca más la volvería a ver.

Antes de cerrar la puerta, la madre de la niña se acercó a él.

―Muchas gracias, le quedó bellísima.

Le tendió un fajo de billetes. Él, con el mismo entusiasmo de un condenado al recibir su última cena, lo tomó con desidia.

Y así vio cómo su amada partía con las piernas arrastradas.

 

Emilio Domínguez (Ciudad de México, 1992) es estudiante de Comunicación con gran afición a las letras. Ha participado en diversos talleres de creación literaria en la SOGEM y con Alberto Chimal. Ha colaborado en las revistas digitales Libertimento e Intenso HD. Estuvo involucrado en tres exposiciones de escultura donde escribió poesía en prosa para la obra de Carlos Marín.

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Emilio Domínguez, La de las dos coletas

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